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Felipe Santibáñez ojeaba su reloj de bolsillo a cada rato. Eran casi las nueve y no había señales de la tal Victoria. Esperaba que no le fallase. Él tenía muy buen olfato. Sabía distinguir un diamante en bruto cuando lo tenía enfrente. Movió el vaso para que el whisky no se asentase en el fondo y se lo bebió de un trago. Puso mala cara cuando Mirna se le acercó.

-No va a venir -le dijo, con el único propósito de acrecentar su mal humor. -Esas señoritas son demasiado pitucas como para pisar un lugar como este.

-No necesito de tu cizaña, Mirna -respondió Felipe ignorando su coqueteo. Hacía tiempo que le había dejado de interesar como mujer. Mirna Vallejos solo era para él una pieza fundamental de su negocio. Podía reemplazarla cuando quisiera y sin ningún remordimiento. Como todavía le hacía falta, aunque solo fuese como la madame de La Nuit, la mantenía a su lado. Cuando no la soportase más, ya sea por sus comentarios inoportunos o sus constantes borracheras, la sacaría para siempre del negocio y de su vida.

-Podés contratar a cualquiera para que anime el cabaret -insistió-. No sé por qué carajo se te metió en la cabeza que sea precisamente esa estirada.

Felipe Santibáñez prefirió guardar silencio para no decirle lo que realmente estaba pensando de ella en ese momento. Cuando sus ojos negros se posaron en la puerta de acceso al local, sonrió de oreja a oreja.

-¡Mirá a quién tenemos acá! -miró a Mirna con aire burlón-. ¡La estirada acaba de entrar y todos los clientes se voltean para verla pasar!

Mirna también se dio vuelta. Al hacerlo, se tropezó con el taburete en donde había estado sentada. Soltó un par de palabrotas mientras la rabia le encendía el rostro. Ahí estaba... La señorita fifí que había enloquecido al mismísimo Gardel con su voz ahora también tenía embobado a Felipe Santibáñez. ¿Qué hacía una mujer de su clase en un lugar como ese? Cuando descubrió que tenía el pelo de otro color, se rio. Si llevaba una peluca era seguramente porque no quería que nadie de su entorno la reconociera. La expresión de su rostro se transformó levemente al ver que dos hombres ingresaban al cabaret y se dirigían hacia donde estaba ella. No pudo hacer nada cuando el comisario Peralta le dijo que quería hacerle unas preguntas sobre la muerte de Rosa Cardozo.

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El despacho de Felipe Santibáñez era el lugar más indicado para poder hablar con la policía sin levantar demasiado la perdiz. Mirna le pidió al comisario y al oficial que lo acompañaba, que la siguieran. Esa invitación, impidió que Martín Peralta se percatara de la presencia de Victoria en el local.

-Ustedes dirán, caballeros. -Mirna se acercó hasta una mesita y se sirvió un trago. Iba a ofrecerles lo mismo, pero se abstuvo de hacerlo cuando comprendió que estaban allí para interrogarla.

Peralta se quitó el sombrero y lo dejó encima del escritorio. Rivas se acomodó en una de las butacas y con libreta en mano, se dispuso a tomar nota de lo que ocurriese allí adentro. Cualquier detalle, por más ínfimo que fuese, podría aportar nuevas pistas en la investigación.

-Hemos intentado hablar con el señor Santibáñez sin éxito.

Mirna sonrió.

-Me temo que mi socio -se preocupó en recalcarlo- es un hombre muy ocupado. Si yo puedo ayudarles en algo, me tienen a su entera disposición, comisario.

Peralta tuvo la leve sospecha de que estaba más nerviosa de lo que pretendía aparentar. Aunque el tal Santibáñez fuese un hombre ocupado, tarde o temprano, debía hablar con ellos. Lo buscarían antes de irse.

-Tenemos entendido que la víctima trabajaba con ustedes desde hacía más de un año.

-Así, es. Rosa llegó el año pasado. Era verano, creo que fue en el mes de febrero. Venía recomendada por una de las muchachas y la contratamos de inmediato.

Al comisario no le pasó por alto la fecha que acababa de mencionar. Rosa Cardozo había llegado a la ciudad apenas un mes antes del asesinato de Alcira. Más allá del pañuelo, debía existir alguna otra conexión entre ellas. Miró al oficial Rivas de reojo antes de formular la siguiente pregunta.

-¿Le dice algo el nombre de Alcira Grimaldi?

Rivas dejó de escribir. Al igual que su superior, paró bien las orejas para ver qué le diría Mirna Vallejos a continuación.

-¿Alcira Grimaldi? -retrucó. Le temblaba ligeramente el labio inferior-. No me suena para nada. ¿Por qué lo pregunta?

Peralta percibió ese gesto en su boca y supo que le estaba mintiendo. Debía ser más incisivo si quería resultados.

-La señorita Grimaldi también fue asesinada. Entre las pertenencias de Rosa, hemos encontrado un pañuelo con sus iniciales grabadas. Es obvio que ambas muertes están relacionadas. ¿De verdad no la conocía?

En ese preciso instante, la puerta del despacho se abrió y Santibáñez entró acompañado por una mujer. Se hizo un silencio incómodo. Cuando Peralta se volteó, contuvo el aliento. Aunque llevara una peluca rubia, la reconoció enseguida.