"Yo soy el buen Pastor; el buen Pastor da su vida por las ovejas"
Las imágenes de la cultura bíblica, signada por los tiempos lentos de la vida nómade y pastoril, parecen estar lejos de nuestras exigencias cotidianas de eficiencia y competitividad. Sin embargo, también nosotros sentimos a veces la necesidad de una pausa, de un lugar de descanso, del encuentro con alguien que nos acepte tal como somos.
Jesús se presenta como quien, más que cualquier otro, está dispuesto a ampararnos y ofrecernos refugio, es más: a dar la vida por cada uno de nosotros.
En el largo texto del evangelio de Juan del que se extrajo esta Palabra de vida, él nos asegura que es la presencia de Dios en la historia de cada persona, tal como había prometido a Israel a través de los profetas (1).
Jesús es el pastor, el guía que conoce y ama a sus ovejas, es decir: a su pueblo fatigado y a veces perdido. No es un extraño que ignora las necesidades del rebaño, no es un ladrón que llega para robar o un asaltante que arrebata y dispersa, ni tampoco un asalariado que solo actúa por su provecho.
"Yo soy el buen Pastor; el buen Pastor da su vida por las ovejas".
La grey que Jesús siente como propia son ciertamente sus discípulos, todos los que han recibido el don del bautismo, pero no solo ellos. Él conoce a cada criatura humana, la llama por su nombre y se ocupa de ella con ternura.
Es el verdadero pastor, que no solamente nos guía hacia la vid y viene a buscarnos toda vez que nos perdemos (2), sino que ya ha entregado la vida para realizar el querer del Padre, que es la plenitud de la comunión personal con él y la recuperación de la fraternidad entre nosotros, mortalmente herida por el pecado.
Cada uno de nosotros puede tratar de reconocer la voz de Dios; sentir que su palabra le está dirigida y seguirla confiadamente. Sobre todo, podemos tener la certeza de ser amados, comprendidos y perdonados incondicionalmente por quien nos asegura:
"Yo soy el buen Pastor; el buen Pastor da su vida por las ovejas".
Cuando experimentamos, al menos en parte, esta presencia silenciosa pero potente en nuestra vida, se enciende en el corazón el deseo de compartirla, de hacer crecer nuestra capacidad de cuidado y de hospitalidad para con los demás. Tras el ejemplo de Jesús, podemos tratar de conocer mejor a las personas de la familia, a los colegas de trabajo o a los vecinos de casa, para dejarnos incomodar por las exigencias de quienes están cerca.
Podemos desplegar la fantasía del amor, involucrando a los demás y dejándonos involucrar. Dentro de nuestros límites, podemos contribuir en la construcción de comunidades fraternas y abiertas; capaces de acompañar con paciencia y atrevimiento el camino de muchos.
Al meditar esta frase del evangelio, Chiara Lubich escribió: "Jesús dirá abiertamente de sí: ‘No hay amor más grande que dar la vida por los amigos’ (Juan 15, 13). Él vive en profundidad este ofrecimiento. Su amor es un amor generoso, un amor de efectiva disponibilidad para ofrecer, para entregar la propia vida. Dios nos pide también a nosotros actos de amor que tengan (al menos en la intención y en la decisión) la medida de su amor. Solo un amor tal es cristiano: no un amor cualquiera, no un barniz, sino un amor tan grande que ponga en juego la vida. De ser así, nuestra vida de cristianos dará un salto de calidad, un gran salto. Y veremos entonces en torno a Jesús, atraídos por su voz, hombres y mujeres de todos los rincones de la tierra" (3).
1) Cf. Ezequiel 34, 24-31.
2) Cf. Lucas 15, 3-7; Mateo 18, 12-14.
3) C. Lubich, Palabra de vida, abril 1997.