Daniel Puertas

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A los 72 años Roberto Oscar Cortés está convencido de que el cuerpo ya no aguanta como antes y por eso ya no se dedica a "los asados grandes". Por eso solo utiliza sus artes de asador para comidas de ochenta, cien o ciento veinte personas ya no para aquellas en las que los comensales se cuentan por miles.

Por eso este domingo no estará en la fiesta que ya forma parte de la cultura de Olavarría, "Un aplauso al asador", ya que será el responsable de la parrilla en otra fiesta, pero privada. El representando a la Escuela Agropecuaria, donde estudiaba uno de sus hijos, supo recibir el premio máximo por una vaquillona con cuero, esa especialidad criolla.

Desde que era un niño pequeño los asados despertaban su curiosidad y siempre estaba siguiendo a los asadores. De esa forma, mirando con atención, fue aprendiendo los secretos del fuego y la parrilla y cuando era apenas un adolescente "de quince o dieciséis años" ya empezó a hacer él los asados familiares o de amigos.

"Siempre me gustó el campo", señala ahora. Desde su niñez en la Villa Alfredo Fortabat, el poblado que todavía ama y enciende sus ojos cuando lo nombre. Allí el Polaco Alfredo Mohrt le enseñó a cabalgar y a amar los caballos.

Pero la niñez se hizo dura cuando Roberto tenía diez años y murió su padre, operario de la fábrica Loma Negra. Entonces hubo que migrar a Boulogne, San Isidro, con su madre y sus hermanos, Arnoldo, que ya cursaba los últimos tramos de la carrera de medicina, y Carlos, que años después se recibiría de contador.

El ejemplo de sus hermanos mayores fue insuficiente para que Roberto amara la escuela. Por el contrario, ni siquiera aceptó cursar estudios secundarios.

"Más o menos a los catorce años ya tenía libreta de trabajo", recuerda hoy Roberto. Desde muy chico trabajó en su otro oficio: mecánico. Se casó muy joven, a los 22 años, y también se independizó muy temprano, ya que a los 23 ya abrió su propio taller.

También trabajaba como caddie en el Golf de San Isidro, aunque nunca se dedicó a ese deporte del que fue auxiliar hasta los 18 años. La experiencia que recuerda de ese trabajo es que una vez le tocó llevarle los palos al mítico Irineo Leguisamo.

Por esos años ya era el asador oficial de los encuentros de mecánicos o las reuniones familiares. Cuando todavía era un niño la nostalgia de Loma Negra y el ritmo de la ciudad lo habían afectado mucho, tanto que su madre lo envió a la casa de su tíoLeonardo, en Mechongué, que no sería la Villa Alfredo Fortabat pero tenía el espíritu rural que tanto extrañaba Roberto.

Esos viajes a Mechongué le habían hecho más soportable la vida de la ciudad. Pero cuando tenía treinta años decidió que ya había estado ausente demasiado tiempo y regresó a Olavarría, donde abrió el taller mecánico de la avenida Pringles, donde hoy lo ha relevado uno de sus hijos.

Abel Alonso se había criado en la desaparecida Villa Von Bernard y conocía a Roberto. Un día le preguntó si se animaba a hacer un gran asado en la estancia San Jacinto. Roberto no recuerda si esa fue la vez en la que Amalia Lacroze de Fortabat recibió a Luciano Pavarotti o a Javier Pérez de Cuellar. Pero todo salió bien y Roberto comenzó a acompañar a Abel Alonso a muchas otras grandes fiestas.

Una de las malas experiencias fue con el lanzamiento de la campaña de Eduardo Duhalde para la gobernación de la provincia de Buenos Aires.

"Estaba previsto que vendrían 3.500 personas y al final fueron 5.500", precisa Roberto.

Lo cierto es que cuando Roberto y sus asistentes comenzaban a cortar la carne para servirla, los invitados, capitameados por Osvaldo Mércuri fueron hasta las parrillas para servirse ellos mismos, sea por estar muy hambrientos o por haber tomado conciencia de que había más comensales de lo previsto y las provisiones iban a ser insuficientes.

Más de tres mil chorizos desaparecieron en un santiamén del gran asado realizado en la estancia La Candelaria de Lobos. Roberto y sus asistentes se resignaron y dejaron hacer hasta que entre las cuatro y las cinco de la tarde decidieron marcharse y dejar que los políticos se arreglaran como mejor pudieran.

A veces los imprevistos pueden complicar la mejor organización. Eso ocurrió un día en una gran fiesta en Recalde.

"Ese día nos cayeron nada menos que ochenta milímetros de lluvia", recuerda Roberto Cortés con una sonrisa. Entonces "tapamos todo como pudimos", lo que no debió haber sido fácil porque en esa fiesta se estaban asando dos vaquillonas con cuero, y se suspendió todo.

Pero en un momento cesó la lluvia y aunque la fiesta ya estaba suspendida algo se podía salvar, por lo que "José Luis Sollé salió en la camioneta a invitar gente y nosotros seguimos con el asado. Ese día todo el pueblo de Recalde estuvo invitado a comer".

Durante años el tándem formado por Abel Alonso y Roberto Cortés hizo asados multitudinarios, como en la cabaña "La Primavera" de Bustillo, donde se asaron cuatro animales o los que se hicieron durante años en Espigas.

A principios de los noventa Roberto Cortés combinó sus sentimientos religiosos con su pasión por cabalgar y se integró a los Gauchos Peregrinos con los que viajó varias veces a Luján. La religión jugó un rol importante en la historia familiar de los Cortés: "mi abuelo murió cuando mi papá era chiquito. A dos de sus hermanas las internaron en el Hogar San José. Cuando papá cumplió 18 años vino a buscarlas porque ya era mayor y podía hacerse cargo de ellas, no quisieron irse. Las dos se hicieron monjas".

Roberto siempre tuvo caballo. Antes lo tenía en la chacra de su hermano Arnoldo, hoy él es el feliz y orgulloso propietario de una chacra en Kochi Tué, donde vive dedicado a las tareas del campo, algo que no parece ser precisamente un sacrificio para él.

A pesar de ser un mecánico experto, por lo que se ve su medio de locomoción preferido sigue siendo el caballo. Tiene hoy tres caballos y tres perros. A los caballos no les ha puesto nombre y los llama simplemente por el pelaje, alazán, picazo y overo.

Monta uno de ellos cada vez "que voy a cortarme el pelo. O a visitar un amigo".

En las cabalgatas con los Gauchos Peregrinos también, previsiblemente, Roberto era el cocinero. "Hacía asados, pero también guisos o pucheros", cuenta ahora.

Cuando se le pregunta qué consejos le daría a los aprendices de asadores lo primero que dice es que hay que preocuparse por la calidad de la leña.

"Yo prefiero la leña, pero también se puede usar el carbón, aunque con este hay que tener cuidado porque es tóxico, hay que esperar que esté bien pero bien prendido", dice.

Después hay que hacer acopio de "grasa, varios trapos y mucha paciencia. Con la grasa y los trapos hay que limpiar bien la parrilla. Hay que hacer bien el fuego y después hacer todo despacito".

Roberto es el típico asador que cocina la carne al gusto argentino, es decir, "a punto", lo que para él significa "bien cocida".

Uno de sus hijos aprendió que en otras geografías del mundo la carne se consume con otro punto de cocción el día en que le pidieron en un campo que hiciera un asado para unos cazadores franceses que estaban de visita en el país.

Los cazadores comieron el primer día sin decir nada, pero al siguiente le pidieron que la carne estuviera mucho menos cocinada: "la comían apenas calentada. Para ellos se ponía al fuego y chip, chip, ya estaba".

También entre sus compañeros de las peregrinaciones a Luján hay quienes prefieren las carnes menos cocidas": "había algunos que a los chorizos los ponían en el pan casi directamente, como si fueran chorizos secos. Bueno, son gustos. Pero a mí nunca se me quejó nadie".