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En las dos fotos se los ve jóvenes. De traje y corbata o moñito. Pelo a la gomina. Anclados para siempre en aquellos días en los que, con una planificación perversa y criminal, se los indujo al suicidio. "Jorge ´el Negrito´ Toledo y Eduardo ´el Pelado´ Schiavoni" es el nombre que desde este lunes tiene la plazoleta en la que se alzaba la cárcel de Caseros. Hoy ambos tendrían las edades de sus compañeros de militancia que el lunes estaban ahí, para seguir celebrando la memoria. Toledo, aquel joven y brillante contador público olavarriense, militante peronista, rozaría ya los 68. Schiavoni, estudiante de Económicas y militante del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores), estaría a pocos días de cumplir los 75. Pero son jóvenes para siempre.

Sus compañeros de militancia, sus compañeros de cautiverio, seres queridos, junto al ministro del Interior Wado de Pedro y al secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla (ambos hijos de desaparecidos) descubrieron las dos placas que dejaron sentado que allí funcionó una usina del horror que los aniquiló.

El espacio en el que se alzaba aquella cárcel considerada "modelo" en esos tiempos hoy se divide entre la plazoleta y el Archivo General de la Nación. Unos metros más al Sur sigue en pie el descascarado edificio de la vieja Casa de Corrección de Menores Varones construida hacia 1877 e inaugurada 21 años más tarde. Hoy lo pueblan sólo las ratas y las cucarachas. Y en sus muros laterales, sobre las vereda de la calle Pichincha, en el barrio de Parque Patricios, suele amanecer junto a un colchón y a un par de lonas ajadas una que otra persona sin techo ni alimento.

La ciudad más poblada del país seguía este lunes sus ritmos habituales mientras en ese pequeño cuadrilátero del mundo los sobrevivientes reconstruían la memoria. Entre ellos, siete olavarrienses que estuvieron detenidos en aquella cárcel: Carmelo Vinci, Rubén Sampini, Juan José Castelucci, Carlos Genson, Osvaldo Tisera, Eduardo Ferrante y Carlos Santiago.

Angela Ondícola fue la novia de Jorge Toledo y también estaba allí. "El me llamaba Angelita", cuenta ella, su gran amor, que sigue motorizando su recuerdo. Y hablando de aquel baile en Pueblo Nuevo en el que se conocieron y se enamoraron en 1972. Ella con 17; él, con un par de años más. Diminuta, delgada, con la foto de Toledo entre sus manos habló rodeada del ministro De Pedro y del secretario Pietragalla y reivindicó aquel amor: "fui su compañera durante sus últimos diez años". La misma que con 27 años, ya en 1982, mientras velaban el cuerpo de Toledo en la casa familiar –como se acostumbraba entonces- atendió la puerta cuando sonó el timbre y recibió al cartero que le entregó una carta que el Negrito había escrito el 28 de junio, un día antes de su muerte. Casi como una broma macabra de la burocracia.

La "fábrica de locos"

Hernán Invernizzi estuvo detenido junto a Toledo y a Schiavoni. Fue testigo de la planificación estatal de sus muertes. En el acto de homenaje habló de aquellos días y de esa cárcel inaugurada en 1979 y demolida mecánicamente entre 2001 y 2004. Era "un lugar de veintipico de pisos al que algunos bautizaron como una fábrica de locos pero que tenía el aspecto entre un hospital de un país pobre y un shopping. Brillaba, tenía mármoles, enormes ascensores. Los guardiacárceles hasta estaban vestidos con uniformes limpios y planchados. La arquitectura era perfecta para que llevaran a cabo el plan que se habían propuesto. El objetivo acá era producir dolor, producir sufrimiento, romper personas. No sé si era una fábrica de locos. Lo que sí está claro es que era un lugar para producir dolor y sufrimiento".

Eran dos enormes torres de 25 pisos unidas en forma de H, 2096 celdas individuales, 14 ascensores, 16 patios de recreo, 60 locutorios y 20 talleres de trabajo. Y la conducción de esa cárcel estaba en manos de una junta conformada por médicos psiquiatras, médicos clínicos y de algunas especialidades, psicólogos, trabajadores sociales, sacerdotes, antropólogos y personal penitenciario y de servicios de inteligencia. "Todos organizados en un equipo que tenía como objetivos destruirnos, quebrarnos, producirnos dolor y a través del dolor, de la desolación, confundir, marear y enloquecer", definió Invernizzi. Y analizó que "hay pocas circunstancias en las que se puede encontrar mayor miserabilidad humana que en la conspiración técnica entre sacerdotes, médicos y psicólogos para fracturar a una persona y concretar de hecho lo que es verdaderamente un crimen. Porque son homicidios".

Y concluyó con una apreciación política a la que calificó como "una de las grandes enseñanzas que nos dejó la cárcel: el problema de la unidad". Es que –dijo- "Toledo era montonero. Schiavoni era del PRT-ERP. A los dos los asesinaron con los mismos métodos. No importó que uno era peronista y el otro no. Que uno era marxista y el otro, no. No importa. A quienes llevaron adelante este plan no les importó. Afuera, sin importar si eran montos o perros los tiraban vivos al río indistintamente. Los fusilaban en fosas comunes o les daban con la misma máquina 220 convertida a menor voltaje independientemente de eso. Es decir, cuando el poder reacciona en nuestro país, es absolutamente brutal y no divide como habitualmente nosotros nos dividimos".

Invernizzi estuvo con Toledo en sus últimos días. Junto a otros detenidos habían formado una red de contención para controlar la medicación psiquiátrica que le daban: el equipo psiquiátrico y psicológico de la cárcel le entregaba los medicamentos de modo irregular. Un día sí, otro no. Y había días en los que le hacían tomar varias pastillas a la vez. Algo similar a lo que hicieron con Eduardo Schiavoni.

Las causas de Schiavoni y Toledo están en manos del juez federal Daniel Rafecas pero –dijo a EL POPULAR el abogado patrocinante de las familias, Pablo Llonto- sigue frenada y sin avanzar.

El derrotero de "el Negrito"

Toledo fue secuestrado en Olavarría, en la tarde del 6 de febrero de 1978. Se lo llevaron de la Cámara de Almaceneros, en donde hacía la contabilidad, más allá de tener una oficina propia junto a un amigo. Eran tiempos oscuros en los que ya no militaba. La mayor parte de las detenciones y desapariciones habían ocurrido en la ciudad un año antes. Permaneció en calidad de desaparecido durante cuatro meses hasta que en junio llegó una carta desde la Unidad Penal 2 de Sierra Chica. A mitad del 81 fue trasladado a Caseros, ese laboratorio psiquiátrico del que sólo salió sin vida. Apareció colgado de las rejas de su celda mientras todos sus compañeros estaban en el recreo. "Hubo complicidad directa porque pudo hacerlo en un lugar donde suicidarse era muy difícil –relató Invernizzi–. Una persona que se cuelga tarda bastante en morirse. No es fácil. Le tiene que haber llevado un tiempo. ¿Nadie lo vio, cuando la cárcel es un panóptico?".

La planificación del sufrimiento fue más allá de su muerte. Sus compañeros de cautiverio nunca olvidaron que esa noche los agasajaron con una cena exquisita y claramente inusual: carne al horno, papas y batatas. E hicieron sonar la marcha fúnebre por los altoparlantes de la cárcel durante toda la noche.

Treinta y nueve años más tarde de aquella noche, con la cárcel ya demolida, la plazoleta lleva los nombres de dos de tantas de sus víctimas.

"Esto que estoy viviendo supera toda emoción. Lo vivo así como una donación del universo por tantos pedidos míos lanzados al aire, al viento. Esa energía tomó forma y fue tangible. Es una plazoleta viva, llena de movimiento, de niños, jóvenes, adultos donde estoy segura de que el Pelado y el Negrito Toledo estarán siempre dando vueltas acá formando un barrilete de energías, cuidando y protegiendo este lugar tan vivo", desnudó Alicia Schiavoni en su discurso.

Cuando Invernizzi llegaba a los tramos finales de sus palabras, una mariposa monarca sobrevoló el lugar durante unos segundos y luego se marchó. La misma variedad de mariposas que en la cultura Maya simboliza el regreso de los guerreros muertos en batallas o en sacrificios.