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El segundo fin de año en pandemia cruza la fiesta con trazas de angustia e incertidumbre. Un 2021 que llegó vestido con traje de justiciero para sopapear al que se fue. El 2020 negado masivamente, el 2020 como año brutal y vacío que desnudó la fragilidad humana. Ahora se va, el 2021, con la cabeza baja, despedido con el estruendo del fracaso. Un año que comenzó festivo, como casi todos, y se desbandó de virus por obra y gracia de la misma fiesta y de la aureola santa de abril, cuando otra vez la muerte de cristo echó a las rutas a cuatro millones de personas.

Llegó a la mitad con cien mil muertos, 40 mil casos diarios y 750 muertes cotidianas.

Después se retrajo, como la marea. Permitió las elecciones en paz, el triunfo de Juntos, el descenso de Alberto, la decisión de pagar la deuda pese a lo que pese, el festival del hacinamiento, el revoleo de barbijos en la CABA, el acá no ha pasado nada del conurbano, la reelección de los intendentes desesperadamente pedida y votada por todos (sin grieta), Galli que puede volver a ser intendente, la nueva normalidad igualita a la antigua en Olavarría y el resto del país.

De ninguno a 500

El año que empezó oscuro de catástrofe después se doctoró de final de pandemia.

El 8 de noviembre –apenas un mes y medio atrás- el Municipio anunciaba que "estamos sin casos de coronavirus en Olavarría".

"O sea –decía Germán Caputo- va a ser un verano casi normal, al aire libre". El secretario de Salud vislumbraba fiestas en ese camino: "nos cuidamos en los interiores pero hay costumbres que yo creo que llegaron para quedarse: la utilización de utensilios en forma individual, no compartir el mate, no compartir los vasos, no compartir otro tipo de utensilios para evitar esos grandes brotes y esos grandes contagios".

El 30 de diciembre –apenas un mes y medio después- había 550 casos positivos en la ciudad. 500 de ellos en los últimos cuatro días.

Es decir. La pandemia no tiene fecha de vencimiento. Ninguna la ha tenido. Tampoco hubo alguna que fuese televisada en vivo, recurrida por la redes sociales, traducida en filminas por un presidente, usada para bien y para mal de la gente por las dirigencias de diversos orígenes, pasto de cultivo para todo tipo de retrogradismo, derechas ultras, terraplanistas, confundidos que niegan la pandemia pero marchan contra los cien mil muertos. Y etcéteras.

A medida que el virus se queda a vivir y va mutando de letras griegas y territorios de origen –de la delta a la omicron, pasando por la Manaos- va muriendo la cepa anterior y se fortalece la nueva,con diferentes características. Esa condición cambiante y el aumento de contagiosidad –que es capaz de superar el peor momento del año que se iba creyéndose fin de pandemia- es angustia, incertidumbre, miedo. No son sentimientos individuales. Son estados de ánimo sociales.

Más masivo, menos grave

Quienes la pasarán solas y solos por la tos que fue covid, quienes compartirán de cualquier manera, ignorando la tos que probablemente sea covid (cualquier resfrío hoy lo es, reclamó un sanitarista, mientras aclaraba que no circula otro virus respiratorio hoy en el país) y lo hacen sin testearse por miedo al sí y al aislamiento, todas ellas son fotografías humanas. Donde se entreteje el amor y la mezquindad, la inseguridad y la solidaridad, todas vetas de la misma madera humana que suelen aparecer todas juntas. En el mismo tablón, dolorido y devastado.

Cerca del 75% de la población vacunada con dos dosis es casi un certificado de inmunidad ante la muerte. El 29 de diciembre cerró con más de 50 mil contagios. Pero con 35 muertes. Y mil internados en Terapia Intensiva, de todas las patologías. A principios de junio las muertes fueron 732. Y los casos, 40 mil. Con 8.500 camas ocupadas en UTI.

Ya la ministra Carla Vizotti había hablado de "reeducar" para enfrentar el virus en su forma más contagiosa pero a la vez menos grave. Tal vez desactivando el miedo a morir y exacerbando el uso de la vacuna como sucede con la gripe: muta de cepas anualmente por eso la vacunación tiene que ser una vez por año. Y nadie se testea y siempre hay muertes por gripe entre los más vulnerables.

Para Pablo Santoro, profesor de Sociología en la Universidad Complutense, "la pandemia cada vez se parece más a aquellas escenas del correcaminos donde el coyote seguía persiguiendo a su presa cuando el suelo bajo sus pies había desaparecido". Es decir "la gravedad del covid ha pasado, pero no nos lo creemos. Es un momento un poco fantasmagórico, porque la enfermedad recula en el plano biomédico y patológico, ya no es tan grave, pero aún no nos lo creemos, estamos con esa angustia".

El problema es la transición desasosegada desde el virus por el que hay que encerrarse y la gripe con la que tanta gente durante años fue a trabajar de cualquier manera, con fiebre y tosiendo a los alrededores con impunidad. Es un test el que dice que hay covid en el cuerpo y no un resfrío común. En el siglo XVII la peste negra se acabó cuando se terminaron los muertos. No había más registros como para medirla. No había testeos. Ni números catástrofe en las pantallas led con cantidad de casos y ocupación UTI. No había pantallas ni UTI. La angustia de la mediatización del cuerpo y sus morbilidades, como una novela transmitida 24 horas, es desesperante. Genera paranoia o hartazgo.

Lo colectivo, lo individual

Entonces habrá que reconvertirse y aprender colectivamente a manejar una angustia que es individual y a la vez es terriblemente social. Pero no dar por muerta a la pandemia antes de tiempo como hizo el 2021 que creía que podía irse con bandera victoriosa y sin barbijo. Acá está otra vez el mundo y el país y la ciudad (la ciudad sin casos hace un mes y medio), detonados –el país y la ciudad- en la festividad de la despedida y ese anuncio de esperanzas deshilachadas que es el nuevo año.

Se bajó la guardia, se guardó el barbijo, se festejó con amontonamiento y, en Olavarría, se hizo la Bonsifest con más de 8000 personas. Que generó denuncias por ruidos molestos pero no por la bomba sanitaria que implica.

Mientras tanto muchos, muchos más no pueden sacarse el barbijo, se alejan cuando alguien tose al aire con desprecio hacia el otro y eligen la mesa al aire libre y una distancia discreta. Pero también son rehenes de los desenfrenados que no detienen la vida ni medio segundo pensando en el resto, que deciden no vacunarse y no piensan en el resto, que organizan y participan de festejos multitudinarios y no piensan en el resto, avalados por un estado decidido a no controlar ni a regular ni a frenar.

Muchos, muchos más miran películas y series donde la gente va a bares y a fiestas sin barbijo y se les eriza la piel. Y si avisan que tienen covid son recibidos con fastidio por aquellos que preferían no haberse enterado para poder vivir libremente, sin normalidad distinta, sin contacto estrecho, sin quedarse adentro… pensando en el resto.

Mientras tanto, la pandemia aceleró cambios impensados. Que no tienen retorno. El microcentro de la CABA dejó de existir. Edificios enteros, oficinas, restaurantes, cafés, dejaron de tener sentido. El trabajo está en otro lado. O dejó de estar. La virtualidad de cursos, clases de gimnasia, reuniones –con gente de todo el país después de años, en que el costo de los pasajes acortó el encuentro- en muchos casos no volverá a la presencia.

La distancia física, la lejanía social, el miedo a las marchas multitudinarias –aquellas que avaló el gobierno cuando decretó el fin de la pandemia que regresaría furiosamente dos meses después-, a los recitales populosos, al pogo, al canto colectivo, al grito de alegría en la oreja del otro.

Todo genera saliva, aliento, virus.

Con la conciencia de que la pandemia ésta podrá terminarse pero habrá más.

Y si no se comienza a pensar, a sentir, a amar, a reconstruir en colectivo, la soledad quedará cada vez más cerca. A la vuelta de cualquier esquina.