En el 2019, Notre Dame se incendiaba, debido a un accidente. Durante horas, la parte superior del edificio, de más de 850 años, ardió mientras se temía lo peor. En veinticuatro horas, se habían recaudado más de 800 millones de euros para reconstruirla.

Mientras esos tres sucesos terribles ocurrían fuera de nuestras fronteras y revolucionaban los medios, las redes sociales y movilizaban a famosos, dentro de nuestro país ocurría algo similar, pero pasaba bastante (mucho) más desapercibido en relación.

Algo que ocurre todos los años. Incendios forestales que se salen de control, que se desarrollan en simultáneo en varios focos y lo devoran casi todo, siempre en las mismas zonas del país.

Algo que está sucediendo ahora mismo. Río Negro y Chubut son las dos provincias que han ardido sin parar desde el pasado domingo 7 de marzo de 2021, cuando inició el primer foco de incendio en el kilómetro 21 de la ruta provincial 6 de la provincia de Río Negro.

¿Por qué arde lo que arde?

Según el Servicio Nacional de Manejo del Fuego, hay dos tipos de causas de incendios forestales: causas naturales, como tormentas eléctricas y actividad volcánica, y causas antrópicas.

Estas últimas se relacionan directamente con el accionar humano. Acciones que pueden ser negligentes, "descuidos" como apagar mal un fogón. O que pueden ser intencionales, realizadas con el propósito quemar vegetación. El 95% de los incendios forestales son causados por actividades humanas.

Dentro de esas actividades humanas, se destaca la quema de bosques, pastizales y humedales para destinar el suelo despejado a la agricultura, la ganadería o la urbanización. Es decir, prevalece el accionar consiente e intencional por sobre lo accidental.

Definamos esta realidad en números. Según Greenpeace, entre el 15 de marzo del 2020 y el 31 de octubre del 2020, el hombre desforestó casi 50 mil hectáreas de bosques nativos (48.656 con exactitud) en las provincias de Salta, Santiago del Estero, Chaco y Formosa. Estas cuatro zonas del norte argentino concentran el 80% de la deforestación intencional en Argentina.

Sí, incluso durante la cuarentena estricta, cuando el país quedó prácticamente inmóvil y se prohibió expresamente seguir con la tala, el desmonte de bosques continuó avanzado, implacable, a los ojos de los gobernantes.

De acuerdo a la FAO, la tasa de deforestación en Argentina es una de las más altas de América del Sur, con un promedio de 0,8% anual. La región chaqueña es una de las que más rápido desaparece en el mundo, y sus suelos antes cubiertos por el Impenetrable hoy están tapizados por soja.

El año pasado, las provincias más perjudicadas por los incendios forestales intencionales fueron Córdoba, Entre Ríos y Chaco, específicamente la zona serrana cordobesa, el delta del Paraná y el Impenetrable. En estos últimos 14 meses, se perdieron en el país el equivalente a 59 veces la superficie de CABA.

¿Qué estamos haciendo por nuestros bosques?

Al 19 de marzo del 2021, hay un total de 226 combatientes trabajando en Las Golondrinas, Chubut, para apagar los focos que siguen activos en zonas de muy difícil acceso. Cuentan con el apoyo de 13 autobombas, dos cisternas y seis medios aéreos provistos por el Servicio Nacional de Manejo del Fuego.

Además, un gran número de voluntarios luchan codo a codo con los especialistas para detener el avance de los incendios de una vez por todas, y llevar las donaciones que el resto del país hace llegar a los damnificados, más de 200 familias que lo perdieron absolutamente todo, incluso a tres fallecidos hasta la fecha.

Las leyes existen. Pero, ¿se cumplen? La mayoría de las organizaciones no gubernamentales que tratan día a día la realidad ambiental en nuestro país, coinciden en un preocupante veredicto: las leyes no se cumplen y, además, son deficientes.

Según la FAO, existen las siguientes leyes que protegen nuestros suelos y bosques: la Ley Nº 13.273 de Defensa de la Riqueza Forestal, la Ley Nacional Nº 22.351 de Administración de Parques Nacionales; la Ley Nº 25.080 de Inversiones para Bosques Cultivados; la Ley Nº 24.428 de Conservación de Suelos; la Ley 25.080 de Inversiones para bosques cultivados; la Ley de Estabilidad fiscal para la actividad forestal; la Ley para la Conservación de Bosques; y la Ley Nacional Nº 25.080 "Incentivos a los Bosques Implantados". También están vigentes varias resoluciones como la 152/00 para Presentación de Proyectos Forestales en forma Individual; la 168/00 para Presentación de Proyectos de Pequeños Productores Agrupados, y las Normas de Adhesión Provincial a la Ley Nº 25.080.

Este marco legal de protección parece poderoso y disuasivo. Pero, tanto la Fundación Ambiente y Recursos Naturales, la Fundación Vida Silvestre y Greenpeace sostienen que el único "castigo" que estas reglamentaciones imponen a quienes deforestan y queman sin permiso o de forma irresponsable, sólo consiste en pagar una multa que, según denuncian, ya está contemplada en los costos de producción de las empresas que realizan estas tareas.

Por si esto fuera poco, la Ley N°26.331 de Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos, conocida como "Ley de Bosques", ha sufrido, en sus 14 años de existencia, un constante y sostenido desfinanciamiento.

Impulsada por varias ONG ambientales, contribuiría, si se aplicase correctamente, a categorizar los usos posibles de las áreas boscosas, desde la conservación a la transformación a la agricultura. Además, creó el Fondo Nacional para el Enriquecimiento y la Conservación de los Bosques Nativos, "con el objeto de compensar a las jurisdicciones que conservan los bosques nativos, por los servicios ambientales que éstos brindan", algo que sólo se logra si hay interés propio de cada provincia o municipio por apostar a esa conservación, algo que rara vez ocurre.

A la Ley de Bosques (desfinanciada), se le agrega otra nueva reglamentación sancionada en diciembre del año pasado, la Ley 27.604 que modifica el artículo 22 bis de la Ley 26.815, y que busca prohibir los emprendimientos inmobiliarios y las actividades agrícolas en zonas donde haya habido incendios forestales, ya sea en bosques nativos, implantados, áreas protegidas o humedales por 60 años. En zonas agrícolas, praderas, pastizales y áreas de interface, la prohibición cambia a 30 años.

Se podría concluir de todo este compilado de leyes y reglamentaciones, en que el Estado argentino cuenta con las herramientas para trabajar en una solución definitiva, o al menos en el principio de una solución, para el problema de la deforestación indiscriminada y los incendios intencionales.

Sin embargo, en todos los gobiernos el tema ambiental parece quedar relegado a un plano secundario, terciario incluso. En un país que enfrenta problemas estructurales desde hace décadas, como la pobreza o la corrupción, parece que discutir sobre proteger un bosque que quizás pocos argentinos conocen no es prioridad.

Pero, mientras los gobernadores de Chubut y Río Negro le echan la culpa a la comunidad mapuche, los vecinos de las localidades hablan sobre la mega-minería y el negocio inmobiliario, hablan sobre intencionalidad de unos pocos, y encubrimiento por parte del Estado provincial y nacional. Hablan de un negocio millonario, que lleva décadas y décadas saqueando nuestros recursos naturales.

Aunque todavía no hay responsables identificados con nombre y apellido, y quizás nunca los haya, ¿dejaremos como sociedad que esto vuelva a suceder? ¿Seguiremos tomando como algo normal encender nuestros televisores y encontrarnos con Córdoba en llamas, Chubut en llamas? ¿Seguiremos dándole la espalda al desmonte silencioso pero inagotable en Formosa, en Chaco?

Porque mientras se repiten números siderales que cuesta que dimensionemos, nos olvidamos que detrás de ellos hay miles de argentinos a los que el fuego les arrebató todo en cuestión de minutos, y sólo dejó una profunda cicatriz de cenizas en nuestra Cordillera. Que esto, puede volver a suceder. Pero podemos evitarlo, si dejamos de darle la espalda.

Para saber

Las principales consecuencias de la desforestación, son las que se enseñan en la escuela: el aumento de las emisiones de dióxido de carbono (CO2), la desertificación de los suelos, la salinización de cuencas acuíferas, el aumento de la probabilidad de inundaciones y aludes, la extinción de especies nativas animales y vegetales, y la pérdida de la biodiversidad.