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Treinta y ocho años después de que el pueblo asomara desde el infierno, el país de la pandemia, la grieta y la desigualdad respiró otro 24 de marzo sin marcha y con una visibilidad exigua de la fecha por parte de la prensa predominante. Pero además, sin la conciencia de que no discutir y minimizar los años de la peor tragedia argentina significa no comprender el presente. Que está impregnado de las decisiones de la dictadura, en la implantación de un modelo económico que tuvo que matar y desaparecer a treinta miles para que ese modelo fuera indeleble en la piel argentina. Y se volviera la serpiente que hoy gobierna, nacida de aquel huevo. El 8% de pobreza y el 2,7% de desempleo de 1974 deberían haber sido el faro para una democracia que, como sistema, ha fracasado rotundamente en mejorar la vida de la gente.

Un marzo en el que se cumple un año del otro marzo, cuando se cerraron todas las puertas para exorcizar al virus. Que sigue estando violentamente presente y amenaza con un invierno atroz. Dos marzos con la calle acotadísima, con la pobreza y el hambre disparados y la cuenca virósica rebosante. No es fácil en este contexto pensar las casi cuatro décadas de democracia con la impronta del hoy. Pero es imprescindible. Porque hay mujeres y hombres de 40 años que no vivieron nunca una dictadura. Y ese paso cansino de la fecha hacia la historia –cuando pierde contemporaneidad y se vuelve texto escolar- se contamina del negacionismo y la neutralización de la mayor tragedia argentina.

Números y deudas

Nacida con el 8% de 1974, la dictadura dejó a la pobreza en el 16%. La duplicó.

"Vamos a vivir en libertad. (…)Esa libertad va a servir para construir, para crear, para producir, para trabajar, para reclamar justicia, para sostener ideas, para organizarse en defensa de los intereses y los derechos legítimos del pueblo todo y de cada sector en particular. En suma, para vivir mejor; porque (…) los argentinos hemos aprendido, a la luz de las trágicas experiencias de los años recientes, que la democracia es un valor aún más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder, porque con la democracia no sólo se vota, sino que también se come, se educa y se cura". El discurso de Raúl Alfonsín en la asamblea legislativa, el 10 de diciembre de 1983, depositó muchas expectativas en la democracia como sistema. Esas esperanzas fueron detonadas gobierno tras gobierno, con dirigencias que no pudieron o no quisieron desactivar la herencia de la dictadura. O bien redondearon su trabajo, como es el caso del menemismo y el macrismo.

En 35 mil millones de dólares aumentó la deuda externa entre 1975 y 1983. Entre 2015 y 2019 el gobierno de Mauricio Macri la disparó en 45 mil millones de dólares. Y no le alcanzó el tiempo para apropiarse de los 10 mil millones restantes. Que engrosarían una deuda infame e impagable que marca a fuego el presente y el futuro de la Argentina. Y marcar implica no tener autonomía para ningún proyecto que implique el florecimiento económico del país y de la vida de sus gentes.

La hiperinflación de fines de los ochenta disparó la pobreza al 40%. Desde 1995, no bajó jamás del 25%. El máximo histórico fue del 60% en 2002. En plena pandemia llegó a un 47%. Actualmente, el último número del INDEC la colocó en 40,9%. Más de 18 millones de personas. Ocho millones y medio de niños.

Los 2,7% de desempleo en 1974 fueron un 4% en 1983, un 8,1 en 1989 y un pico del 18,6% en 1995. El máximo histórico fue en 2002, con un 21,5%. La cifra más baja de la democracia fue en 2007: un 7%. La pandemia sostiene un peligroso 11%, que en septiembre llegó al 13,1.

517 mil por ciento fue la inflación acumulada entre 1976 y 1983. Entre 1983 y 2017 se sucede un número desesperante: 6.605.789.094 % (un 70% promedio anual). El cálculo es de Jorge Remes Lenicov, responsable de la hiperdevaluación duhaldista y del salto de la pobreza al 66%. La moneda perdió siete ceros. Y los sectores populares perdieron calidad de vida, esperanzas, recursos y posibilidad de planificación a un futuro apenas cercano. El macrismo dejó como herencia maldita, además de la deuda, una inflación del 53,8%: la mayor en veinte años.

Gerentes de la herencia

Los gobiernos que pueblan esta democracia, uno a uno, fueron gestionadores de la herencia dictatorial. Algunos profundizaron el modelo económico. Otros implantaron un leve estado de bienestar desde donde comienza el pie de la pirámide hacia arriba. El núcleo duro de la desgracia argentina nunca fue tocado. Ni la pobreza e indigencia estructurales ni el autoritarismo de las fuerzas policiales ni las herramientas disciplinadoras del sistema.

Las políticas sociales llevadas adelante durante las décadas de democracia, se parecen más a esas herramientas disciplinadoras que a medidas productivas para el desarrollo y el empleo. Con planes y asignaciones se puede sostener fuera de la indigencia a un sector de la población. Se puede alimentar en lo básico, pero no implica ganar dignidad, autonomía y promoción social. Es más: algunos planes impiden la búsqueda de trabajo porque un empleo ocasional hace caer las asignaciones y recuperarlas cuesta mucho esfuerzo. Más vale no correr el riesgo: se convierte, entonces, una cobertura social en una trampa perversa. Sucede que los planes –salvo la AUH, que nació felizmente para quedarse- fueron pensados para salir de la crisis, hasta que la producción y el empleo se pusieran plenamente en marcha. Pero nunca sucedió.

El problema central, el medular, es el modelo económico y financiero que nació en la dictadura y que nunca fue alterado en sus cimientos, en parte por el apoyo de sectores de la sociedad a determinados postulados. Y en parte por el desprecio de esos sectores a los pobres, a los más castigados por ese modelo y a los receptores de los planes que, desde hace cuatro décadas, sirven para sostenerlos con un corset sin grandes desbordes sociales.

Contradicciones y grietas

Estos años también muestran esa contradicción del drama económico – financiero que no deja avistar un futuro, y el acceso a nuevos derechos que han sido posibles en los últimos años: desde la ley de divorcio alfonsinista hasta el matrimonio igualitario, la identidad de género y el aborto legal.

El juicio a los genocidas –único en el mundo- choca brutalmente contra una justicia atravesada por la grieta y la corrupción, que mira para otro lado cuando hay que sentar en el banquillo a los poderosos. O bien espera a que dejen de serlo.

La sociedad argentina no se caracteriza por un gran apego al cumplimiento de las leyes. Y en esta realidad tiene que ver la percepción generalizada de que desde el poder se violan las normas. Para la convivencia y el comportamiento colectivo esta certeza es devastadora. Mientras no se juzgue a quienes cometieron delitos desde el poder, difícilmente podrá legitimarse la justicia en sí misma. ¿Por qué no juzgar en serio, a partir de un acuerdo totalizador, a quienes han sido responsables del endeudamiento más pavoroso de la historia argentina, por el que se juega el futuro de 45 millones de personas en los próximos veinte años? Estas impunidades dentro de la democracia lastiman el sistema. Y lo desacreditan.

La inequidad es tan visible que se decide una baja en el impuesto a las ganancias para quienes cobran sueldos muy por encima de los mayoritarios mientras a los jubilados de haber mínimo se los acaricia apenas con un bono de 1500 pesos en abril y otro en mayo. La necesidad de recuperar los votos perdidos de la clase media acomodada implica amontonar en un rincón a aquellos que se cayeron de las agendas hace rato.

Mientras tanto, los antisistema de ultraderecha –agrupados en la paradoja "libertarios"- cooptan chicos y chicas muy jóvenes, aquellos que en otras vidas enhebraban utopías que incluían cambiar el mundo. No es gratuito –y es muy peligroso- que ahora la rebeldía sea de derecha y cree un nuevo sentido común reñido con las luchas colectivas y transformadoras.

La grieta, esa trampa que contaminó la política y desactivó cualquier posibilidad de construcción a largo plazo, ilumina una escena que es ajena. Presenta dos acantilados fuera de los que, aseguran, no hay nada. De un lado CFK, hija de un conductor de colectivos platense que se enriqueció a través de la política. Para desmentir un sesgo ideológico en sus diatribas hacia Estados Unidos, dijo que ella, su marido y sus hijos no veraneaban en Moscú ni en Beijing: iban de vacaciones a Nueva York. Cuando gran parte de los destinatarios de su discurso no veranean por falta de recursos o, cuanto más, llegan apenas a Necochea. Del otro lado de la grieta, Mauricio Macri se fue a París en plena cuarentena y, en febrero, a ver un picadito a Qatar. El probable sucesor del liderazgo del ex presidente, Horacio Rodríguez Larreta, se escapó de vacaciones a Buzios en un avión privado. Está en su naturaleza, en su pin de origen de la aristocracia criolla.

Es la dirigencia millonaria que gobierna un país con el 41% de pobreza y un déficit incalculable en salud, educación y vivienda.

En un marzo de otoño lluvioso en el que se cumple un año del otro marzo, cuando se cerraron todas las puertas para exorcizar al virus. Cuando se creyó que todo pasaría muy rápido, pero la desgracia se quedó a vivir.

Un marzo sin marcha y sin golpes. Porque la dominación del otro es mucho más sutil que las dictaduras. Pero con la misma eficiencia.

El maestro

_NOTA

En 2018 le hice la última entrevista. Eran los 35 años de la democracia y él había reinaugurado el Concejo Deliberante aquel 10 de diciembre en el que todas y todos –o algunos, en realidad- estuvimos en las puertas de la Municipalidad espiando cómo se colaba la democracia después del terror. Era joven en ese tiempo. Pero tan flaco y enérgico como siempre.

Cuando me avisaron que se había muerto yo estaba en el parque Lezama, ante el monumento a Pedro de Mendoza. Con esa incredulidad total que una tiene en la muerte cuando el que se va es alguien que tuvo que ver con el cincel de lo que una es, me acordé de una charla a fines de los 90 en una oficina del diario. El siempre tan peronista, yo siempre tan a la izquierda. Menem se iba y el país se desangraba. "Estoy cada vez más zurdo", me dijo. Y aplaudí.

El arrancó en el periodismo en 1965, cuando yo apenas tenía cuatro años. Alternó Remington con metalurgia en las épocas duras. Y su paso por El Popular me delineó como periodista. En 1975 pasó por Radio Olavarría hasta que el 25 de marzo de 1976 eligió renunciar antes que la intervención militar le propinara el violento puntapié que se venía. En tiempos de periodismo predominante, agrietado y –en muchos casos- berreta, es importante destacar que el Gallego fue sindicalista de prensa cuando la vida estaba en juego.

"Hace más de treinta años entré a EL POPULAR sigilosamente. Me estrenaba como correctora de pruebas. El gallego González Hueso, así me lo presentaron, estaba en el cenit de su creatividad. Lo primero que vi fue una hoja escrita a máquina con dos columnas, colgada en la ventana: en la primera, lo que el periodista dice. En la segunda, lo que en realidad quiere decir. Me lo robé y lo guardo todavía. Era desopilante e impublicable".

Así lo definía en aquella entrevista del 2018.

Tuve que corregir sus notas breves donde Mafalda volvía a decir "y la primavera agarró y vino", en las que caían Maradona (el Diegol) o María de Nadie (la célebre telenovela con Grecia Colmenares) con una ironía y una acidez que me habían enamorado en la revista Humor y que reconocía en los artículos de José María, aun en los más serios. Aun en los más comprometidos.

Tengo en la biblioteca del Libro de los Cien Años de El Popular. Una joyita en la historia de la ciudad, exquisitamente escrita. Es de consulta permanente.

Confesé, hace tres años y lo vuelvo a hacer ahora, que fue mi maestro. Que siempre quise escribir como él. Que le robé parte de la ironía y la acidez, como Prometeo el fuego a los dioses. Y que me moría de envidia cuando él publicaba en Humor, el espacio del que alguna vez soñé formar parte.

Hoy, cuando ya no está, lo sigo mirando desde varios escalones más abajo. Como se ve a la iconografía indeleble de nuestra vida.