Silvana Melo // smelo@elpopular.com.ar

Algún día se acabará, y una sueña con que se acabe a pesar de estar en el medio de la tormenta. A pesar de esa tremenda sensación de salir a la calle y que el virus sea una masa amorfa e invisible que atrapa apenas se asome. La irracionalidad del miedo que no distingue a la ampolla viral del AMBA (nombre neutro donde se juntan capital y conurbano para hervir covides, donde a una le tocó respirar) de Olavarría, la ciudad del interior con más contagios. Con ese brote inexplicable acompañado de histeriqueos oficiales e irresponsabilidades sociales, espejo de la condición humana. Cómo nos formateará este terror, cómo nos llevará por el túnel del final, cuando se dé, cuando haya vacuna o al menos alguna certeza por delante, es una incógnita. Una más de tanta incertidumbre.

La manía de englobarnos en el haremos y tendremos es el gran error, porque hay un porcentaje al que no le importó ni le importará. Un porcentaje importante que no cree ni creyó ni creerá. Otro porcentaje que no puede. Ni pudo ni podrá. Y otro que encarna la tragedia en el caballo de la especulación política, imperdonable en tiempos que se juegan la vida.

Porque todo lo que podía pasar pasó.

Qué quedará de esta locura, vaya una a saber. Qué espuma en las orillas, qué rémora en el cotidiano futuro. Pero será grande y hondo. Desde la nuca a los talones de esta manera de vivir.

1-La limpieza extrema quedará como TOC.

Ojalá. El lavado de manos constante e indiscriminado será un valor para el futuro. No sólo contra el covid. Miles de muertes por diarrea se previenen y se evitan apenas con lavarse las manos. No era un hábito. Cómo volver a transitar ciertos baños, de ciertos bares, de ciertas estaciones. Cómo tocar los picaportes, los botones de descarga de los inodoros, las canillas sin un escalofrío en la espalda. O comer en la calle. O comprar una banana de paso, pelarla y saborearla. Como en la vida anterior. Sin sentir que se están ingiriendo coronavirus desde el origen de la fruta hasta de las manos del verdulero. Y la bolsita de nailon que también suele estar implicada.

El otro viene con virus. Su cercanía infecta.

¿Se podrá dejar de lavar con lavandina la fruta y la verdura durante diez minutos? ¿O trapear cada cosa que se compra y después secarla y guardarla aún con cierta desconfianza? ¿Se podrá volver a entrar a casa con los zapatos de la calle sin sentir que una arrastra monstruos a su interior?

2- Habrá miedo.

Desde 2001 en adelante tuvimos miedo de los bancos. Pero duró poco. Increíblemente, después de que el sistema financiero se apropiara de los ahorros de miles de pequeños depositantes, todos volvimos a confiar los nuestros en el mismo buitraje. Algo así como vocación por la cabeza en la boca del lobo. ¿Qué miedos pandémicos quedarán? ¿El miedo a la vacuna? Ya hay quienes advierten que no se vacunarán porque lo que salga será apenas el resultado de la disputa por un negoción global y un racimo bacteriológico que entrará en el organismo sin consecuencias probadas. ¿El miedo al sistema de salud? Desde principios de 2020 se acabaron las cirugías programadas, los controles, los estudios, la prevención de enfermedades graves, todo aquello que implicaba ingresar a un centro sanitario, clínica, hospital, etc. En algún momento habrá que hacerlo. Y será con el horror del virus en la memoria. Con la sensación de que está ahí, esperando.

Y otros miedos: al futuro, al derrumbe de cualquier sueño, por más pequeñito que fuera. Porque todo lo que podía pasar pasó. En febrero nadie imaginaba que íbamos a estar encerrados. Es julio y estamos encerrados. Nadie imaginaba que no habría consumo. Y no se consume. Nadie imaginaba que el trabajo se volvería peligroso. Y dejó de haber trabajo. Nadie desde el desprecio vil a los "planeros" imaginó que podría necesitar ayuda del estado. Y de pronto hubo que cobrar el IFE. Y la empresa para la que se trabaja -si se tiene la suerte de trabajar- paga parte de los salarios con el ATP del Estado. Nadie imaginaba en el tercer milenio que habría un virus colectivo más peligroso que el troyano en el software. Y aquí está. Más de 6.000 contagios por día en la ampolla viral del AMBA. Que son en realidad los casos reconocidos, porque los testeos son muy selectivos aunque se tengan, tanto en Olavarría como en el conurbano, familiares contagiados.

En diciembre de 2019 participaban diariamente en reuniones de zoom 10 millones de personas. En abril de 2020, 300 millones.

3- La relación con el otro.

Cómo se resolverá una distancia social teñida de desconfianza y miedo a la otredad. El otro viene con virus. Su cercanía infecta. El vecino enfermero o médico se merecieron aplauso y exilio. Pero en la intimidad, las fiestas y las comidas de veinte o treinta, focos de contagio atroces, son la clandestinidad contrarrevolucionaria de una época en la que la rebeldía parece menoscabada por la estupidez, la irresponsabilidad y el desprecio al otro. Que en este caso no trae el virus sino que lo sufre. La penosa actuación de un sector dirigencial dentro del escenario pandémico azuza las insurrecciones fascistas pidiendo en la calle libertad sin barbijos, para después ejercerla puertas adentro en la desesperación inconcebible de la peña, el vaso compartido y la carcajada a veinte centímetros.

4- El repliegue en casa.

Cómo va a costar salir. A muchos de nosotros. A las niñas y a los niños. Volver al afuera después de que, los que pudimos, encontramos el mundo en el adentro. Mirando lo que pasa por la ventana. Saliendo por lo imprescindible. Mientras pasa la marea de muertes y contagios. Con olor a lavandina y alcohol. Viviendo desde adentro la vida de afuera. Virtual y azarosa. "Cómo me va a costar volver a la escuela, tan acostumbrado que estoy a estar acá adentro con mi mamá". El tiene 6 años y hace cuatro meses que está encerrado. Al principio fue rebelde. Ahora sostiene la paciencia de la resignación. Y el repliegue en casa que va a ser complejo abandonar.

5- Somos y seremos más virtuales.

Hemos hecho la revolución por Facebook. Hemos marchado por Instagram. Y armado destituciones por Twitter. La vida está pasando por un cable de fibra óptica. Por la cámara del teléfono. Por la pantalla de la notebook. Pudimos hacer gimnasia, pilates, yoga, por zoom. Retomamos diálogos perdidos con amigos lejanos. El whatsapp pasa a ser un lazo tan fuerte como el abrazo. Pero que no se siente. Generamos ricos riquísimos. Colocamos definitivamente a Marcos Galperín y Mercado Libre en el cenit del éxito económico argentino. Porque comprar, se compra on-line. Y te lo trae a casa un delivery precarizado por dos pesos que se juega la vida en cada viaje. Subimos la fortuna de Jeff Bezos -dueño de Amazon y el tipo más rico del mundo- un 8% en un solo día. 13 mil millones de dólares. En diciembre de 2019 participaban diariamente en reuniones de zoom 10 millones de personas. En abril de 2020, 300 millones. En cuatro meses se multiplicaron por 30.

6- Trabajar en casa.

El teletrabajo es maravilloso si se tiene casa amplia, con oficina incluida, buena conectividad, equipamiento tecnológico propio, sillas cómodas, calefacción. Es decir, no vivir apretada/o, apenas con datos móviles, con agua cuando hay suerte y energía eléctrica cuando Edesur -o la prestadora que toque en suerte- quiere. Y tener un trabajo que no sea obrero de la construcción, plomero, trabajadora de limpieza, changarín, motomandado, etc. Y tener un trabajo, en realidad.

Mientras tanto, la ley de Teletrabajo avanza fatigosamente. Los empresarios no aceptan proveer elementos laborales, por ejemplo. Es decir que el trabajador debe aportar su computadora, su wi fi, su energía eléctrica, su gas, su mobiliario. No les gusta tampoco el derecho a desconexión. Es decir, el teletrabajador tiene que estar disponible las 24 horas. Se cayó la conquista de las ocho horas. El abuso y la explotación, en las puertas.

Esta también será una rémora de la pandemia.

Y las demás, iremos viendo. Seremos todos más pobres, más temerosos -no me imagino en un recital cantando a los gritos, salpicando con mi saliva al prójimo y expuesta a que me salpiquen-, más solos y dudo que mejores personas.

Mientras tanto, a esperar que pase el temblor. El huracán en cuyo ojo estamos sentados. Y sentadas. Algún día acabará. Y nos animaremos a abrir las ventanas.