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El aumento de la obesidad y el sobrepeso en los niños, niñas y adolescentes durante 2020 no responde sólo al encierro por el covid 19 sino que es un escalón más en esa otra pandemia. La ausencia de socialización y actividad física durante todo el año encerró a los chicos y chicas y los hizo dependientes como nunca de los dispositivos electrónicos. Esta situación inédita a nivel global hizo disparar índices preocupantes que la sobreindustrialización alimentaria y el sedentarismo ya habían impuesto en las marcas del estilo de vida siglo XXI.

Yanina Castaño es especialista en Nutrición y, como introducción al tema, aportó los números de la 4° Encuesta Nacional de Factores de Riesgo: "la obesidad ha aumentado en adultos del 20.8% al 25.4% en 5 años". El aumento se evidencia "en todos los grupos etarios: el 41,1 % de los chicos y adolescentes de entre 5 y 17 años tiene sobrepeso y obesidad en la Argentina, sin diferencias por nivel socioeconómico". La Fundación Interamericana del Corazón (FIC) abundó en que "el exceso de peso es el problema más grave de malnutrición en Argentina con una prevalencia de 13,6% en los menores de 5 años".

"En 2020 la pandemia intensificó el sedentarismo y el consumo de alimentos poco saludables –se explayó Castaño-, sobre todo en los niños, que no concurrían al colegio ni a actividades deportivas". Y puso el acento en que "la calidad de la alimentación ha ido empeorando en las ultimas décadas, con el aumento del consumo de productos procesados industriales, azúcares refinados y grasas, además del aumento en la cantidad de calorías". Los "ultraprocesados industriales como snaks y bebidas artificiales azucaradas –explicó- son alimentos denominados de calorías vacías porque no aportan más que una gran cantidad de hidratos de carbono simples con el consecuente aumento de peso e hígado graso sin beneficio nutricional".

El Defensor del Pueblo Adjunto, Walter Martello, advirtió hace semanas que la Argentina "se encamina a tener más de dos millones de niños, niñas y adolescentes con elevados índices de masa corporal". Y en ese punto, destacó la importancia de que se vuelva a la discusión de la ley de etiquetado frontal de alimentos, que ya pasó el Senado y tiene en Diputados la responsabilidad de su aprobación. La necesidad de que cada alimento muestre en una etiqueta en el frente del envase, la cantidad de azúcares, calorías, hidratos de carbono, tipo y medida de edulcorantes cuando los hay, entre otras exigencias, generó la resistencia de la industria alimentaria. Y a la vez, encontró apoyo en diversas organzaciones que consideran fundamental este sinceramiento industrial para frenar el avance de la obesidad infantil.

Un estudio publicado en Plos One y citado por la doctora Castaño asegura que "las imágenes de alimentos con información sobre calorías no sólo hacen que los alimentos sean menos apetitosos, sino que también parece cambiar la forma en que el cerebro responde a ellos: cuando aparecieron imágenes de alimentos con el contenido de calorías, el cerebro mostró una activación disminuida del sistema de recompensa y una activación incrementada en el sistema de control". Es la reacción que generaría el etiquetado frontal.

Sin embargo, con demasiada frecuencia la salud sucumbe a los problemas financieros: en 2017 naufragó el impuesto a las bebidas azucaradas –que planeaba encarecerlas y así disminuir su consumo- porque la Coca Cola presionó con no comprarle más limones a Tucumán. El gobernador ejerció su propia presión en Diputados y la salud volvió a la sala de espera. Apenas días antes el entonces Presidente había denunciado que el país es uno de los mayores consumidores de azúcar del continente. Con lo que eso impacta en la niñez.

Los niños obesos y con sobrepeso tienden a conservar esa obesidad en la adultez. Y son más permeables a las enfermedades no transmisibles como la diabetes y las afecciones cardiovasculares. Según un estudio de FIC Argentina y UNICEF, "los adolescentes de nivel socioeconómico más bajo tienen un 31% más de probabilidades de sobrepeso respecto a los adolescentes del nivel socioeconómico más alto". Se trata, fundamentalmente, del costo de la alimentación saludable, que supera largamente al de la comida chatarra. Por eso muchos niños de los sectores más castigados son obesos y malnutridos.

En ese sentido, el Defensor del Pueblo Adjunto presentó como un desafío urgente "intentar reducir la brecha del costo económico que representa seguir una mínima dieta saludable respecto a los alimentos no nutritivos o con excesivas calorías". Concretamente, "en nuestro país, cada persona tiene que pagar cinco veces más -0,7 dólares vs 3,7 dólares- para poder acceder a una alimentación sana y nutritiva, según lo informado a fines de 2020 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO)".

La doctora Castaño, que además tiene un magister en diabetes, cita estudios que demostraron "que los alimentos más apetitosos, los muy dulces, los muy salados y aquellos con alto contenido de grasas, son capaces de generar un comportamiento adictivo, similar al que inducen ciertas drogas". Está claro que "los alimentos hipercalóricos y ricos en grasas son hoy muy abundantes y muy accesibles en las sociedades occidentales. A diferencia de las drogas de uso ilícito, el consumo de alimentos es relativamente económico y legal, con lo cual se favorecen, de manera importante, las conductas adictivas relacionadas".

Así, sostiene el estudio publicado en Intramed, "posiblemente nuestra época sea recordada como aquella en la que la humanidad se hizo obesa. Una transición antropológica de la especie que incrementó su masa corporal a una velocidad como nunca antes se había registrado".

Sedentarismo

Una de las razones del aumento de la obesidad infantil y el sobrepeso tiene que ver con la disminución de la actividad física a partir de los estilos de vida cada vez más sedentarios, a la urbanización y al desarrollo de los medios de transporte, entre otras causas. La pandemia empeoró brutalmente estas condiciones porque los niños y adolescentes, junto a las personas mayores, fueron los que sufrieron más encierro. Sin escuela presencial, sin clubes ni actividades al aire libre, no gastaron las energías consumidas y, en muchos casos, incorporaron alimentos por apetito pero además por ansiedad y hastío.

"Las ‘horas pantalla’ aumentaron varias veces en niños y adolescentes –afirmó Yanina Castaño-, en parte por la necesidad de actividades virtuales y como modo de comunicación entre pares, generando muy probablemente una mayor ‘familiaridad’ de niños más pequeños con los dispositivos, además del aumento de la oferta de contenidos virtuales de toda clase".

La OMS –cita la nutricionista- "sugiere al menos 60 minutos diarios de actividad en niños, lo que serían horas de juego, además de alguna actividad física formal. Claramente, si ya no se lograba prepandemia, la situación ha empeorado". La obesidad y el sedentarismo "aumentan el riesgo de diabetes y de hipertensión arterial y causan problemas óseos y cardíacos en la vida adulta".

Ante este panorama, "no es fácil plantear un estrategia: la obesidad y los hábitos de vida poco saludables son un problema mundial para el cual no hay una única solución, porque es un problema complejo con varias aristas: la industria alimentaria, la mala información/educación alimentaria, el estilo de vida actual, las reglamentaciones de la industria, entre otras".

Estrategias

A pesar de que se trata de un problema global, Castaño despliega una serie de técnicas posibles de desarrollar individualmente. "Es importante mejorar hábitos en la familia del niño y la niña, generando un ‘ambiente’ seguro en la casa, con disponibilidad de alimentos saludables y la actividad física formal e informal en la agenda familiar. El ejemplo es soberano", afirma si fuera posible con subrayado y negritas. "Es más fácil cambiar hábitos en niños y jóvenes que en adultos y muchas veces son los adultos los que más se resisten".

Por ejemplo: "plantear que un buen momento o un premio es comer hamburguesa con papas fritas y gaseosa, genera que los niños relacionen esa comida con un momento placentero y que comer frutas y verduras sea un castigo o sólo una necesidad para crecer mejor. Somos los adultos los que relacionamos la comida chatarra con el momento de salida y disfrute o el premio por algo".

Y volvió sobre la soberanía del ejemplo: "si los adultos consumen bebidas y alimentos saludables y hacen actividad física, los niños imitan". Y "si se generan en la familia momentos compartidos de actividad con juegos al aire libre y se acompañan de alimentación saludable, es más probable que los niños lo relacionen con el placer".

La comida, sin dudas, define sociedades y tiempos. Este siglo parece destinado a estar marcado por pandemias. Que no sólo vendrán de los virus zoonóticos, sino que además están impuestas, como la obesidad, por la industrialización alimentaria, el modo de comer y el retaceo en gastar las energías consumidas abundantemente. Un estilo de vida que enferma pero que una conciencia con pesadas dificultades para abrirse camino, puede comenzar a transformar.

TULO

El genotipo ahorrador, la harina y el arroz

_NOTA

La antropóloga especializada en alimentación Patricia Aguirre describe, en su libro "Una historia social de la comida" la evolución humana desde los tiempos de escasez que obligaban a hacer acopio de grasa en el cuerpo para tener energías cuando no había alimento. Y cómo ese diseño prácticamente no varió hasta ahora, cuando la época de escasez fue abolida por la agricultura primero y la industria después.

"Durante millones de años, el diseño corporal humano coevolucionó con ambientes que alternaban entre abundancia y escasez. Hace más de dos millones de años, en las sabanas del África ecuatorial había períodos de abundancia en primavera y verano y épocas secas en las que los animales morían y la vegetación se agostaba. Eso hizo que nuestros antepasados desarrollaran un genotipo ahorrador preparado para sobrevivir a la escasez. Porque la abundancia era maravillosa; el problema era vivir cuando no había nada que comer. Por eso, por ejemplo, para los humanos la grasa es gustosa: nos está indicando la placidez que viene después; esa misma placidez que le era garantizada a alguien que iba a tener muchas reservas aunque no encontrara pronto otro alimento. Por eso hoy la industria es tan exitosa: porque nos ofrece una tentación para la que estamos diseñados a caer".

"Nuestra historia con los hidratos de carbono refinados, por ejemplo, también se ancla en nuestro miedo a la escasez", explica Aguirre. "En algún momento, con la agricultura ya desarrollada, hubo que hacer una negociación entre la conservación y la nutrición. Porque en la Edad Media podía haber una buena cosecha pero la alimentación a largo plazo de toda la población seguía sin poder garantizarse porque los granos no se conservaban durante mucho tiempo". El problema era la cáscara de los granos. Que los pudre pero a la vez abriga los nutrientes y la fibra. "¿Qué era más importante? –se pregunta Patricia Aguirre- ¿Qué la cosecha nos durara todo el año o que esa cosecha fuera muy completa, muy vitamínica pero a los seis meses estuviera llena de hongos? Mejor descortezar, sacar la cáscara, y guardar la harina, comer de peor calidad pero comer constante. Ésas fueron las decisiones que se tomaron en esta historia social de la alimentación". Ese fue el nacimiento de la harina blanca o el arroz blanco, vacíos de nutrientes, que sacian poco e incitan a seguir comiendo. Y el origen de las enfermedades no transmisibles de la humanidad, como la diabetes, la obesidad y los problemas cardiovasculares.