No tiene precisiones respecto de cuántas vidas recibió en sus 40 años de trayectoria profesional. En cambio, puede decir que suele toparse con preadolescentes ante los que lo presentan como "el médico que atendía a tu papá de chiquito". O con abuelas que le recuerdan que "usted acompañó a mi nieta al Garrahan para el trasplante del hígado que le donó su papá. Hoy, ella ya tiene 25 años".

Ernesto Daniel Garay se graduó a principios de 1980 en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de La Plata, donde tuvo como profesora a la Dra. Silvia González Ayala, una verdadera eminencia en el área de la Infectología, que seguiría siendo su guía en el futuro. Se especializó en Pediatría, fue auditor de distintas obras sociales, referente médico en Accidentología y Violencia de Género, ayudante del neurocirujano Francisco Macrina y los traumatólogos Emilio Martinoaia y Horacio Escala, y, aun sin título que lo acreditaran como tal, el elegido para los traslados más complicados de las últimas décadas.

En los primeros días de febrero último, en la previa a la pandemia, se jubiló. Llegaba así a los "65 años, con 40 de aportes" y serios problemas oculares que lo llevaron a decidir retirarse de la actividad profesional. "No somos jubilados, ¡eh!, somos egresados. Porque seguimos siendo médicos", diferenciará durante la charla, con una sonrisa.

En el medio de aquel mayo en que desembarcó en Olavarría, tras la feroz inundación de 1980, y hoy, hay una vida entera dedicada a la medicina, y segundas y hasta terceras generaciones que lo eligieron como el garante de su salud. "La profesión me dio todo", enfatiza ante la consulta periodística. Y habla con cariño de las 38 temporadas continuadas en el Hospital Municipal, otras tantas en la Clínica María Auxiliadora, cientos de pacientes, guardias consecutivas de cada lunes por años, amigos y colegas con los que "somos familia: la familia grande de Pediatría", con María Susana Goitía, Marisa Montani, Graciela Casamiquela, el "Flaco" Rovira, Daniel Buzeki y Daniel Casagrande, el colega con el que había compartido estudios y vivienda en la capital provincial.

Asegura que siempre se pensó médico, pero que fue la figura del pediatra Néstor Cortina, por entonces médico de la fábrica Loma Negra y su primer jefe en el centro asistencial local, la que lo hizo volcarse decididamente a la especialidad. La cursó aquí, entre Olavarría y Azul, y recibió el título de manos de su "casi hermana", la "Vasca" Goitía. Precisamente ella será una de sus acompañantes hoy, junto a la partera Marcela Muñiz, su eterna compañera de guardias durante tres décadas.

Un poco más allá, estarán "Mara" Gesualdo, "mi copiloto para viajar al sur, tres veces al año, a visitar familiares. Esta vez, la irrupción del coronavirus nos lo impidió". Y el doctor Sacher, a quien ha secundado una y otra vez en los alumbramientos hospitalarios. Y Borzi, el de la especialidad del nombre más complicado de todos, convocado cientos de veces para retirar sin dañar cuerpos extraños de orejas y narices infantiles.

Aunque no la vivió como protagonista, asegura que "la pandemia no nos provoca miedo a los pediatras. Nosotros vivimos dos pandemias antes: la de la meningitis (se refiere al brote de 2002), cuando no había vacunas, que fue terrible, y la de la gripe A (N1H1), en 2009". El recuerdo de esos tiempos aún lo estremece. "En Pediatría, y hablo del edificio nuevo, no había lugar. Atendíamos a dos centenares de chicos por día. Y éramos nosotros solos, porque todavía no estaba la Residencia de la especialidad".

No se cansa de mencionar nombres de colegas, a los que iguala en esa especie de hermandad nacida de practicar la actividad codo a codo. "Somos una gran familia", repite. Y va desde los doctores Rago y Seijo, con quienes compartió tareas de verano en la embotelladora Valparaíso, con la idea de juntarse unos mangos para ayudar a mantenerse durante el ciclo calendario universitario, hasta Mingo Vitale, quien "me vendió los libros de Anatomía, impecables, con los que preparé esa materia". Pasando por la cardióloga infantil Nora Zeberio, que fue su instructora en el Hospital Horacio Cestino deEnsenada y con la que se reencontraría con los años.

Así como contabiliza decenas de amigos -sean profesionales o vecinos de su Pueblo Nuevo natal- y cientos de pacientes que recurrieron a él con varias líneas de fiebre, con tos, o después de un golpe peligroso, nunca le preocupó hacer estadísticas sobre los que ayudó a nacer. Pero sabe que están ahí, porque lo saludan, lo palmean y hasta, de vez en cuando, lo llaman para pedirle un consejo, sobre todo en el marco de esta pandemia que nos sorprendió a todos, sin distinción alguna.

En noviembre, la Sociedad Argentina de Pediatría (SAP) lo distinguió como miembro honorario de la institución. "Fue durante las jornadas de Pampeana Sur, desarrolladas virtualmente desde Bahía Blanca, y en mi caso, me entregaron una medalla por los 40 años de ejercicio de la pediatría", anuncia mientras la exhibe con orgullo.

Esta tarde cosechará un nuevo diploma: el de los colegas que reconocen su trayectoria y celebran una jubilación que, como él mismo dice, no es tal, simplemente porque "seguimos siendo médicos toda la vida".