Francisco Ferrari

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El primer paso, obligado, es aclarar que esta nota ya debería haberse publicado. Que fue pensada para el Día de la Madre, casi como un homenaje, o sin llegar a un plano tan ambicioso, quizás como un reconocimiento. No es excusa pero se sabe que en la nueva normalidad, el Covid es en realidad el dueño de los tiempos y las agendas, que el hombre o la mujer pueden llegar a proponer, pero que siempre termina disponiendo él. En realidad, para disimular podríamos haber elegido arrancar con que como todos dicen el Día de la Madre es todos los días. También es así, pero nos pareció más honesta la verdad, para no arrancar con mentiras o verdades maquilladas este nuevo encuentro con el lector.

Bueno, la cosa es que la nota llega ahora, tal vez a destiempo, pero con el mismo espíritu que nació. Y si escapamos de la convención y el lugar común de la fecha exacta para concretar el reconocimiento, aprovechemos el envión y escapemos de otra: esa que dice que madre hay una sola. Madres hay unas cuantas, todos lo sabemos bien. Pero eso tampoco viene al caso. El caso es el de Mabel Caballieri, que vaya uno a saber por qué anda un poco por la vida dispuesta a hacer de madre de quien la necesite.

Los que están o han estado cerca de Estudiantes lo saben.

Será que esas decisiones son siempre familiares y ese espíritu es contagioso, llamémosle de puertas abiertas, de corazón grande o de lo que a ustedes se les ocurra. O será que Tadeo y Pety, sus hijos, no tengan más remedio que compartir el amor de madre con los hermanos de la vida, que van pasando por casa. Como Joaco Gamazo, como Rodrigo Sánchez, como Toti Brocal, como Johu Castillo, como tantos jugadores del club que llegan desde lugares diversos y lejanos, casi siempre chicos, casi siempre con una mezcla de sueños y desprotección que la mayoría de los hinchas pasan por alto. Al fin y al cabo lo que se quiere es verlos jugar, que rindan, que entrenen al máximo y, en lo posible, que ganen. Y no está mal, eh. Son las reglas. Los jugadores juegan. Los hinchas hinchan.

Por eso ella tiene un plus que la hace especial. Estudiantes es uno de los amores de su vida y su hijo menor fue figura destacada de todas las categorías formativas hasta llegar a formar parte del plantel ya profesional de la Liga Argentina. Eso la mantuvo siempre muy cerca de tantos otros jugadores, chicos que llegaban a Olavarría con la expectativa de triunfar, de encontrar su lugar en el mundo deportivo. Y que para eso, se sabe, resignan cosas de chicos, dejan tierra, amigos y familias. Que en muchos casos están y bien presentes, pero casi siempre a distancia, a mucha distancia.

Y las noches de victorias, de muchos puntos convertidos, si tienen suerte de algún campeonato, son fáciles. Para los grandes y para los chicos. Cualquiera se les acerca, una palmada, un abrazo, un aliento, un festejo compartido. El tema son las otras noches, los otros días, cuando perdés, o cuando ni siquiera jugás, cuando no te ponen, cuando te lesionás, cuando te duele una muela o una ruptura amorosa o cualquier otra cosa de las que le duelen a todo el mundo en algún momento. Cuando el sueño que viniste a buscar te queda tan, pero tan lejos, que hasta dan ganas de dejar todo y volver. El lado B, la contracara, the dark side of the moon, como el emblemático disco de Pink Floyd. Lo que los suplementos deportivos nunca te van a mostrar.

Bueno, ahí, justo ahí, cuando más la necesitan, aparece ella.

"En Olavarría no me siento solo porque me recibió una familia hermosa donde paso mucho tiempo con ellos, es la familia de una señora muy buena que se llama Mabel", contaba Johu en una entrevista con EL POPULAR, ya hace casi tres años, en sus primeros pasos en la ciudad. El vínculo con la familia se hizo cada vez más fuerte. Y ya en medio de la pandemia, Mabel, la señora muy buena, decidió que Johu dejara las solitarias instalaciones del club donde estaba alojado y se mudara definitivamente a su casa.

La crónica deportiva nos cuenta que Johu Castillo Borja es un joven alero ecuatoriano de 2 metros de altura, nacido el 4 de octubre de 1999 en el pequeño cantón de Limones, en la provincia de Esmeraldas, en el seno de una familia de muy escasos recursos. Y si bien solo tenía 13 cuando ya había partido desde su casa rumbo a Orellana para aprender a jugar el deporte que ama, hace tres años tomó la decisión y llegó a la desconocida Olavarría, mediante el contacto de un entrenador que lo conoció en las selecciones juveniles de su país y lo contactó con un dirigente bataraz.

"No magnifiques por favor, no hago nada del otro mundo", dice Mabel buscando esquivar la nota. "Johu venía todos los domingos a comer a casa y un día lo noté muy pero muy caído. Qué te pasa, Johu. No aguanto más viviendo solo en el club. Entonces le armamos su pieza, lo trajimos y acá está". Dice que no es ella, que las decisiones son de familia, que el Pela (Alejandro Calderón, su marido) comparte cada idea y cada acción, y que sus hijos (Tadeo, de 24, y Tomás, de 18) son en realidad los factores decisivos, porque decidieron compartir entre tres lo que antes compartían entre dos.

Familia de laburantes, con todas las dificultades que son moneda corriente, pero con un corazón difícil de empardar. Dan fe todos los que jugadores que han pasado por Olavarría y en su casa se han sentido como en casa. Y pasan los años y los vínculos, a pesar de la distancia y de los destinos más remotos a los que el básquet los lleve, son indestructibles, la comunicación es permanente.

Así conviven, como familia, el matrimonio y sus ahora tres hijos, sin distinciones. Hasta que el nuevo pichón vuelva a volar, como hicieron los anteriores, y el generoso nido materno seguramente reciba a vaya uno a saber a qué pibe que desembarque en Olavarría para ver qué pasa con su suerte deportiva y su carrera. Uno más.