San Juan 328, son las 8 de la tarde, un fenómeno que solo ocurre desde la segunda quincena de noviembre en Buenos Aires. El MACBA (Museo de Arte Contemporáneo de Buenos Aires) es nuestro anfitrión. La sala de espera: dos subsuelos y un primer piso de un interior brutalista, con obras visuales que exploran la geometría desde mediados del siglo XX hasta la actualidad. Acá, debo mencionar que pasé por salas, boliches, salones, teatros y centros culturales –todos en sus versiones más o menos grandes y más o menos chicas–, pero es la primera vez que voy a una fecha de música en un museo. El dato es relevante porque sí, efectivamente, el trato se acerca más al de una performance con invitados que a una fecha musical convencional: la recepción es amable, como quienes esperan a una audiencia con nombre y apellido, y no una multitud anónima para arriarla más –o menos– cerca de unos parlantes o para evitar que se agolpen antes de tiempo sobre el escenario.  

Después de unos minutos inmersos en la muestra, empezamos a sospechar que la invitación era en hora boliviana más que argentina. Pese a la ceremonial y silenciosa distancia propia de los paseantes de un museo, esa mirada como dispersa de quienes ven las mismas obras y no se van de la sala, nos da la pauta de que, efectivamente, todos venimos por lo mismo. Por fin, con un tono suave y claro, el encargado de sala nos dice: ya pueden pasar. Subimos al sexto piso en grupos que obligan a apretar nuestra cordial distancia junto a la de otras siete personas que comparten el moderno ascensor –sí, hubo comentarios para romper el hielo y sí, también malos chistes, nunca fallan en los ascensores–. Se abren las puertas y sin anuncio previo tenemos la sala delante en todo su esplendor. Si hay algo como un tiny desk museum debe ser algo muy parecido a donde estamos: pisos claros de madera, sillas rojas y ventanales ininterrumpidos a ambos lados: a la derecha, una vista idílica de las cúpulas de San Telmo; a la izquierda un espectacular atardecer sobre la autopista 25 de mayo que parece un cuadro de paisaje urbano en vivo. Las sillas no son pocas, tampoco muchas y se llenan casi todas. Todo parece medido para dejar a uno repitiendo el epíteto de una publicidad inmobiliaria: estamos en un ambiente íntimo y sofisticado. Es gracioso porque la sensación genuinamente es esa.

De pronto, entre las voces apagadas y el sol que se va –literalmente– por la carretera, aparece Vero Pérez, de acá en más: Vero, saludando a todos como si estuviésemos en el living de su casa –que por la siguiente hora y veinte minutos así se sentirá–. Ahora sí, empieza el primer set. Serán dos, el segundo más jazzero, con ritmos brasileños y el acompañamiento en la guitarra de Yan Salvadore, a quién no conocía y junto a Vero formaron un dueto musical de encanto. Todo en cumplimiento con el flyer de la convocatoria. Pero más que en el segundo, me detendré en el primer set, del cual no tenía noticia previa. Vero crea en pandemia el álbum Cadáver exquisito, el mismo que ahora presenta comentando el proceso y referencias de cada canción con la soltura de quien nos habla como si estuviésemos en su propio estudio-living de grabación. La sensación de encontrarse ahí, se debe a dos motivos: “el aire” de comodidad y confianza con el que Vero presenta, comenta, charla –y hace chistes– con el público sobre cada una de las canciones nos da ese aire de familiaridad; pero también –y principalmente– por el mecanismo que se pone un marcha con cada canción: tal como si viéramos a Vero componer en vivo, cada pieza parece una prueba sonora, pero una prueba impoluta, un ensayo musical fluido y sin equivocaciones. Vero está sola en el escenario, pero tiene una autonomía y dominio total sobre el mismo. Tiene sentido –por un momento, los años quizá, no lo veía antes–: Vero no solo es una cantante, es una profesional de la música. 

Vamos un poco en detalle, el mecanismo es simple pero delicado y falible (he ahí la precisión del oficio): las canciones van con guitarra sola, pero se le van agregando nuevos acordes de guitarra, otros sonidos y acompañamientos vocales que la propia Vero va grabando in-situ en vivo. Así, poco a poco, va creando un clima sonoro más y más espeso: un coro de sonidos y voces que se van sumando uno a uno, mientras Vero los graba y reproduce, con precisión y maestría: una Vero, dos Veros, tres Veros se escuchan en simultáneo, sin tropiezos, sin ruidos extra, sin cortes, en un fluir constante.

De pronto me pasa algo extraño (o más bien familiar y por eso doblemente extraño). Yo no conocía el álbum Cadáver exquisito pero conforme avanza siento que sí, que las letras “me suenan”. Y en efecto, me encuentro con ese curioso momento –común a los himnos y canciones de infancia– cuando uno no sabe que sabe algo hasta que vuelve a escuchar las mismas palabras y las completa, sin saber de dónde provienen o cómo es que uno las sabe. Las (re)conocía porque efectivamente eran poemas que alguna vez yo había leído, igual que lo había hecho Vero, allá cuando ella tenía 14 años. Solo que ella –haciendo buen uso del infinito tiempo y ansiedad que ofrecía el encierro en 2020– decidió rehabitar esos poemas, musicalizarlos, hacerlos sonar. A su modo y estilo, los invoca, despertando esa sonoridad dormida en cada persona que alguna vez los haya leído o escuchado; y, porqué no, quizás los graba en aquellos que los escuchan ahora por primera vez. Es curioso ese continente que comparten la música y la poesía: un territorio ignoto e invisible para la mente (consciente), donde se recuerda solo con sonidos. Ahí, comparten lugar las canciones favoritas con las que uno detesta (pero sabe a la perfección), los cantos de cuna y los del estadio, los mencionados himnos y más de una pegadiza publicidad, pero en medio: los poemas. Ahí están todas aquellas dispuestas a ser repetidas cuando se las canta o se las recita pero, al mismo tiempo, ahí están también: imposibles de recordar a voluntad sin su sonoridad, invisibles a la idea, al pensamiento mudo. Una memoria tan invisible como sonora. Vero juega con y en ese territorio de la memoria.

Como un oleaje que viene del fondo de la mente, Vero trae los versos de autores bolivianos a su living, a su estudio, a su escenario –siempre con su estética y su estilo propios–: Jaime Saenz, Jessica Freudenthal, Valeria Canelas, Matilde Casazola, Julio Barriga y Blanca Wiethüchter, liderando en la delantera. Vero explica que el set sale de una exploración lúdica que hace en la etapa del encierro durante la pandemia. Es una composición solitaria y no tanto. El procedimiento musical es el descrito previamente: la voz, la guitarra y el loop ilimitado de sonidos que ofrece grabar y reproducir la pedalera; eventualmente, tuvo alguna colaboración con el bajo, pero es –sobre todo– un trabajo propio sobre su voz y sus voces (la de ella y la de los poetas). Podrían no ser poetas, pero el juego es el mismo: una composición con fragmentos de una escritura ajena, con palabras de otros –escritura no creativa le dicen ahora, pero ya el nombre del álbum, Cadáver exquisito, revela que el procedimiento era bien conocido por los surrealistas hace 100 años (y antes también)–.

Un último elemento sobre el primer set (si me puse denso salten de párrafo), uno de los elementos que más me atrajo de ese puente entre la poesía y la música fue la experiencia sonora como tal: sonidos y ruidos como parte de una experiencia poético-sonora. Por una parte están la voz y el ritmo propio de los poemas atravesados por la canción, pero también, como parte de ese clima sonoro, están otros sonidos: los silencios, las pausas y eso que suena pero no podemos clasificar directamente como voz o música, aunque efectivamente son realizados por el cuerpo sonoro de la cantante o de la guitarra. ¿Cuánto de los objetos y cuerpos sonando hacen al sentido? es la pregunta que acá va ganando lugar y uno muy particular. Así como hay sonidos que son vitales para algunas escenas en el cine o en el teatro, que contienen el clima o el sentido dramático de una escena; acá también tienen su protagonismo pero no en un sentido dramático sino poético. Estos sonidos funcionan como una extensión, como una exploración sonora de los poemas. 

Hasta acá, esto bien podría ser la descripción (de un espectador dudoso) en La Paz, pero hay algo emocionante en el aire circular alrededor de esta sala revestida de familiaridad a pocos metros del Río de la Plata. No todos eran (éramos) bolivianos, pero sí que todos conocían a Vero. Nadie sabe el efecto que puede tener uno mismo en los demás, quizás no hay una oportunidad, una chance para saber que somos parte de una comunidad silenciosa que escucha, donde sea, en cualquier momento, en todas partes lo mismo, esta noche fue reveladora en ese sentido. Collita, en la versión de Vero Pérez con Jorge Villanueva, se volvió una suerte de himno popular, una gran puerta de entrada a quienes de otra forma no hubiesen llegado (o no directamente) al resto de la discografía de Vero. Así pues, en un momento, una señora en el extremo de la sala sacó un cartel confeccionado a mano alzada, quizás un poco a las apuradas. Pero en la tipografía con marcador eran más que indelebles el cariño, el cuidado y el esmero puestos en la obra, signos de una emoción de la que nadie podía dudar: un fanatismo genuino. Seguramente, el cartel fue realizado pensando que ella quedaría muy lejos en la sala, que Vero no iba a escuchar su voz. No pude leer bien el cartel pero creo que decía algo como: “Cantá créeme”. Dos colectivos, un viaje en tren y encomendar a su marido para que cuide de su hija enferma es todo lo que abrevió la señora en menos de diez segundos de intervención, con el cartel en alto. Vero, ella y la sala entera estábamos conmovidos. Vero cantó un fragmento de la canción de Efecto Mandarina y la señora siguió pidiendo la lista entera del disco. A todo esto, dos cosas dijo la señora sin decirlas. Uno: que por supuesto era una fanática (después de enumerar la discografía entera de la banda). Dos: que no era de Bolivia. Le pregunté después y la historia es bastante simple: Collita le llega de casualidad, le encanta la voz de Vero y lo demás es deudor del punto uno: fanatismo puro y genuino. Ella no podía creer que la tenía delante. 

Pero la red que genera Vero no se agota ahí, ni bien terminó el concierto, hubo un pequeño efecto cumpleañitos porque pronto todos estábamos hablando con todos. En ese momento me enteré que gente muy simpática, cuyo trabajo artístico me interesaba mucho, compartía la sala conmigo a pocas sillas de distancia. Cineastas, músicos y chistes de la Vero que van y vienen. Vinito de honor y creo que ahí la organización se dieron cuenta que si no desarmaban la sala y apagaban algunas luces, nadie se iba a ir por voluntad propia. 

El efecto Vero convocó distintas voces y presencias. Personas y voces de otros tiempos; y también gente que no hubiese imaginado, toda ahí reunida en un mismo lugar: algunos viajando muchas horas para ver a Vero, otros con los que compartía afinidades pero sin Vero mediante no hubiese conocido jamás. En fin, una comunidad efímera de oyentes que se reconocían en la música de Vero y en algunas otras tradiciones también. No faltaba quien recordaba “De regreso” en la versión acústica de Octavia, canción que formaba parte del repertorio de la velada. Y apareció ese núcleo duro histórico de público de música boliviana en Buenos Aires, comentando sobre conciertos de hace 15 o 20 años. Ecos orales y muy valiosos de una pequeñísima parte de la historia de la música boliviana en Buenos Aires. 

Finalmente, abrevando de otras historias de la música, no podía evitar pensar en Juana Molina en la caja de resonancia que genera Vero. La comparación no viene por la propuesta estética o el estilo, sino por la forma de obrar. Quizás alguien podría hacer algún nexo por el uso de la pedalera pero, de nuevo, no es en la estética donde yace la comparación. Juana Molina es conocida o fue conocida durante muchos años por un famoso programa de televisión: Juana y sus hermanas. Cuando ella incursiona en la música, muchas personas no podían evitar mirarla (medirla) desde esa faceta y, por supuesto, preguntarle sobre la misma, en lugar de simplemente escucharla. Pienso que –más allá del confeso gusto de Vero por la música de Juana– hay otro aspecto que tienen en común: lo lúdico. Esa facultad que permite pasar de una práctica a otra, de un medio a otro, con la libertad y legitimidad que ofrece el goce mismo. Jugar con la poesía no hace a Vero una poeta, ella lo sabe y lo dice, pero no impide que pueda traer versos a un ámbito que sí domina, en el cual juega con la facilidad de quien puede romper las reglas porque las conoce de memoria. Me interesa ese cruce de fronteras: el que habilita a Vero a traer versos y poetas, con la legitimidad y goce que tiene como lectora; y por el dominio que tiene como música para contener a esa lectora. No puedo evitar pensar en esa Vero adolescente y lectora, qué pensaría de la Vero actual. Pienso en quienes escuchan a Vero dentro y fuera de Bolivia –especialmente los adolescentes con inquietudes por el arte– y en el genuino fanatismo que genera. Pero sobre todo pienso en quienes se sienten impulsados por ese hálito que produce el goce, el disfrute y el juego en el arte. El goce en probar de nuevo, probar de otra forma, probar ahí donde se puede jugar con otros, con los demás. Por supuesto, el juego incluye a quienes están de un lado y del otro del escenario. Porque, para muchos, qué es el arte sino el espacio para jugar profesionalmente.