De color azul acero, agitadas levemente por un ligero viento, se movían las aguas del mar Egeo, en las orillas de Abdera, una ciudad situada en Tracia, en la costa norte de la actual Grecia. Era demañana, cerca del mediodía, cuando arribó la nave que transportaba a Hipócrates, el célebre “padre de la medicina”, y su pequeña comitiva, por invitación de los abderitas. Los habitantes de la ciudad de Abdera habían solicitado su presencia porque querían que viera a Demócrito, el filósofo, el sabio, el orgullo de la ciudad. Pensaban que se había vuelto loco, y, tal vez, Hipócrates podía curarle. Le comentaron que de un tiempo a esta parte a todas las consultas que le hacían respondía con una risa estridente, con una carcajada larga, prolongada, que los dejaba turbados.

Como lo cuenta Diógenes Laercio, en su memorable: “Vida y opiniones de los más famosos filósofos”, Demócrito nació en Abdera, sobre el año 460, AC. Al disponer su padre de una relativa fortuna, pudo viajar Demócrito por Egipto, Etiopia, Persia, Macedonia, La India, para obtener mayores conocimientos, lo que equivaldría a que un joven contemporáneo, con suficientes medios, pudiera pasar años en el MIT de Boston, en Cambridge, en Oxford, en la Sorbonne, o en el Instituto Max Plank, de Berlín, para satisfacer su curiosidad intelectual. Cuando regresó a Abdera los conocimientos que tenía en casi todos los campos del saber de su época eran sobresalientes, en física, en astronomía, anatomía, matemáticas.  Era una excelsa polímata. Escribió numerosos libros, de los que sólo quedan fragmentos. 

Su doctrina principal afirma que en el fondo de todas las cosas están los átomos y el vacío. El átomo es la unidad indivisible que en su movimiento arremolinado en el vacío crea todo lo existente. Afirmaba que hay una multitud de átomos y de mundos. Y es ese vórtice de átomos en el vacío esel que ha creado el aire, el agua, el fuego, la tierra. Para algunos de sus contemporáneos era el sabio más relevante de su tiempo. Platón lo odiaba. No lo menciona nunca en ninguno de sus “Diálogos”, incluso se cuenta que tuvo el propósito de reunir todos sus libros para quemarlos. Los pitagóricos Amiklas y Kleinias le habrían hecho desistir de esa idea con el argumento lógico de que no tenía ningún sentido hacerlo, porque sus obras estaban bastante difundidas entre el público.

Volviendo al encuentro de Hipócrates y Demócrito. Hay algunas versiones sobre ese encuentro, pero no difieren en lo esencial. Según unos, Hipócrates lo encontró a orillas de un rio, a las afueras de Abdera. Demócrito se encontraría sentado debajo de un frondoso árbol, diseccionando el cadáver de un animal. Según otros, Hipócrates lo encontró en el jardín de su casa, también diseccionando un animal.

Al cabo de un par de horas, finalizada la conversación, Hipócrates se reunió con los abderitas, que esperaban con ansiedad su informe.

¿Se sanará?

¿Tendrá cura?

Después de tomar aliento, Hipócrates dijo; “Demócrito no está loco…en realidad me parece que es el hombre más cuerdo que existe sobre la tierra. No me extraña que conteste con una carcajada cuando un hombre viejo le solicita su ayuda para poder casarse con una mujer muy joven, a la que quiere entregar todas sus posesiones, dejando a su propia familia en la ruina, o ése otro que quiere saber cómo poder conseguir una mayor parte de la herencia familiar, sin importarle el resentimiento que creará entre sus hermanos…o ése otro que lleva una vida familiar tranquila, apacible, que se puede llamar feliz, pero que se ha empeñado en presentarse como candidato a gobernador de una provincia, es decir, a  pasarse noches sin dormir, a crearse un ejército de enemigos, a apartarse de su familia…y todo así. Demócrito no está loco. ¡Los locos son ustedes!”