Olavarría, mayo de 1933.

Victoria cerró el libro que estaba hojeando y se dirigió hacia la ventana con el paso cansino. Había llegado a la Biblioteca Popular de Olavarría más temprano de lo habitual para evitar otra discusión sin sentido con su tía. Unas cuantas gotas se deslizaban por el cristal mientras las iba delineando con la punta del dedo. Los días grises acentuaban la morriña que aún le escocía en el pecho al recordar su vida en España... Esa vida que le fue arrebatada en un abrir y cerrar de ojos cuando su padre; un importante diplomático que se desempeñaba en la embajada argentina, la obligó a armar sus valijas y cruzar el océano. Había llegado al puerto de Buenos Aires con el miedo y la incertidumbre instalados en el alma. El frío recibimiento que le brindaron sus tíos, solo la hicieron sentir más desdichada. A poco más de tres años de su llegada, seguía creyendo que no era más que un estorbo; que doña Bárbara y don Armando habían aceptado hospedarla en su casa solamente para no desairar el pedido de su padre.

Ahogó un suspiro. Poco quedaba ya de esa muchachita asustadiza que fue enviada lejos para ponerla a salvo del caos que reinaba en Madrid y en todos los rincones de España en manos de los republicanos. Estaba a punto de cumplir los veinticinco años y ansiaba liberarse del yugo de sus tíos para poder cumplir su gran sueño; ese del cual casi nadie sabía y que, a pesar de ser imposible, le ponía ilusión a sus días.

Se asustó cuando Dorita, la otra bibliotecaria, entró corriendo al salón como una tromba. En sus manos llevaba un ejemplar del diario El Popular.

-¡Victoria! ¡Tenés que ver esto! -Mientras trataba de recuperar el aliento, Dorita abrió las páginas del matutino local delante de sus narices.

Victoria tuvo que aferrarse a uno de los estantes de la biblioteca para no perder el equilibrio. Sus ojos negros barrieron la página central de arriba abajo. Le llamó la atención uno de los titulares más grandes.

-Han asesinado a una mujer anoche...

-¡Eso no! ¡Acá, mirá! -insistió Dorita, desbordada por la ansiedad.

En el margen inferior derecho había un recuadro en donde sobresalía un nombre. El de Carlos Gardel. Victoria se quedó boquiabierta. El anuncio decía que el reconocido cantante de tangos ofrecería un recital en el Cine-Teatro París el miércoles 17 de mayo. Faltaba una semana y aunque significara protagonizar un nuevo enfrentamiento con sus tíos, ella no se lo iba a perder por nada del mundo.

-Vamos a ir ¿no? -Dorita la miró expectante.

Victoria dejó el diario encima de la mesa y se cruzó de brazos.

-¡Iré a ese recital, pese a quien le pese! -afirmó, decidida.

Antes de escaparse de la casa como si estuviera haciendo algo indebido, les comunicaría a sus tíos la intención de ir a ver al Zorzal Criollo. Si ellos se lo prohibían, le pediría ayuda a una de las criadas para salir sin que ellos se dieran cuenta.

-Es una pena que por culpa de la incomprensión de tu familia no puedas hacer lo que realmente te gusta, Victoria.

Victoria sonrió con amargura. Dorita y Corina, quien se desempeñaba como mucama en casa de sus tíos, eran las únicas que alababan su talento para el canto y sabían de su secreta pasión por el tango.

-Quizá debería dejar de soñar con un imposible, querida amiga -respondió, dejándose abatir por la situación.

-¡No digas eso! ¡Estoy segura que, si el mismísimo Gardel te escuchase cantar con esa voz angelical que tenés, quedaría totalmente encandilado!

Victoria no dijo nada. La aparición de una de las socias de la biblioteca interrumpió la conversación. Mientras Dorita la atendía, ella sonrió melancólica. ¡Cómo si el gran Carlos Gardel pudiese escucharla cantar algún día!

*

Después de leer dos veces la crónica que Lautaro Madariaga había escrito en las páginas de El Popular sobre el crimen de una de las alternadoras del cabaret La Nuit, el comisario Peralta se rascó la barba en un gesto de fastidio. No era la primera vez que el redactor con ínfulas de periodista se cruzaba en su camino. Para su desgracia, el muchacho tenía la costumbre de entrometerse demasiado en los casos que él investigaba y sospechaba que lo hacía con la única intención de recordarle que no había sido capaz de resolver la muerte de su propia prometida.

El horrendo crimen del cual había sido víctima Alcira Grimaldi, una de las jóvenes más queridas de la sociedad olavarriense, continuaba atormentándolo por las noches. Era una herida abierta que no se cerraría hasta el día en que diera con su asesino. Ese ser despiadado no solo le había arrebatado a la mujer que amaba, también había pisoteado su reputación como uno de los mejores policías de la región, el nieto del gran Jacinto Ferreyra, primer comisario de Olavarría tras lograr su autonomía.

Abrió uno de los cajones de su escritorio y sacó su vieja petaca de peltre. Tras cerciorarse de que nadie en la comisaría lo viese, bebió un sorbo de licor. Respiró profundo y cerró los ojos antes de proferir una maldición en voz baja. Ese vicio que venía consumiéndole el alma desde hacía casi un año, también se lo debía al asesino de su prometida.

Dio un respingo cuando sonó el teléfono. Regresó la botella a su escondite y se incorporó rápidamente.

-Peralta.

-Comisario, tengo novedades.

Reconoció la voz de uno de los médicos que trabajaba en la morgue.

-Lo escucho, Ramírez.

-Hay marcas en el cuerpo de la muchacha que indican que el asesino la sometió antes de estrangularla con sus propias manos. No hay signos de defensa, lo que me hace suponer que conocía a su agresor.

Rosa Cardozo, conocida como La Morocha, trabajaba de alternadora. El hecho de que conociera a su asesino no era un detalle demasiado alentador.

-Hay algo más, comisario. -Hizo una pausa antes de continuar-. Encontramos un pañuelo de seda con dos iniciales bordadas en el bolso de la víctima.

No hubo necesidad de preguntar de qué iniciales se trataban. Cuando Ramírez le dijo que eran la A y la G, Peralta sintió un escalofrío helado en la nuca.