Año con año, el largo camino de la Tierra orbitando al Sol se hace patente en la naturaleza: después de la explosión de vida y color que trae consigo la primavera y alcanza su máximo durante el verano, el paisaje comienza a cambiar conforme la temperatura desciende. Entonces ocurre una de las transformaciones más dramáticas en el medio natural: el follaje abandona sus distintas tonalidades de verde, para dar paso a tonalidades que van del ocre al amarillo.

A diferencia de los árboles perennes que mantienen hojas vivas a lo largo del año, los árboles y arbustos caducifolios pierden su follaje con la llegada de los meses más fríos (otoño e invierno), recuperándolo en la primavera.

Al no poseer resinas y otras sustancias que utilizan los árboles perennes para protegerse de la bajas temperaturas, las especies de hoja caduca ponen en marcha un mecanismo de supervivencia con el fin de conservar su energía y mantenerse en un estado de actividad mínima hasta la primavera:

Ante la imposibilidad de seguir realizando la fotosíntesis, las venas que distribuyen los nutrientes del árbol hacia las hojas se cierran y en su lugar, entre el tallo y la rama comienza a crecer una capa de células que separa lentamente a las hojas y su peciolo de las ramas, en un proceso llamado abscisión.

De esta forma, el árbol comienza a deshacerse de las hojas que durante las estaciones cálidas realizaron la fotosíntesis, asegurando sus reservas de agua y energía para los meses más crudos.

Al mismo tiempo, la producción de clorofila (sustancia clave que le da el color verde a las hojas y permite absorber la luz solar) se detiene drásticamente y por lo tanto, la característica tonalidad verde se esfuma, dando paso a otros pigmentos que siempre estuvieron presentes, pero enmascarados por la dominancia de clorofila.