Silvana Melo

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Los sub 40 no han vivido una dictadura. Ni una guerra. Los 38 años ininterrumpidos de democracia permiten la naturalización de un statu quo que hasta 1983 parecía inviable. Nunca el sistema electoral había fluido sin interrupciones militares en casi cuatro décadas. Acaso por esa fragilidad inicial era compleja la crítica a la política: ayer no más la alternativa era la brutalidad, el terror, el crimen estatal.

Hoy, a 38 años, se puede empezar a discutir un sistema por sus déficits, lo que no implica cuestionar su existencia misma. La democracia ha puesto en la calle la libertad, la posibilidad del reclamo y la confrontación directa con la representación popular. La democracia permitió la apropiación del territorio por parte de la ciudadanía. Y le ha ampliado maravillosamente el universo de derechos. Sin embargo, no ha logrado mejorar la vida de la gente. Y ha quedado polvoriento aquel axioma de la campaña alfonsinista de 1983: con la democracia se come, se cura y se educa.

Con una pobreza que abarca a 20 millones de argentinos y que castiga especialmente a los niños y los adolescentes, los responsables de los modelos políticos, sociales y económicos llevados adelante en estas cuatro décadas deberán preguntarse cuánto tienen de responsabilidad en la caída estrepitosa de la consideración de la democracia en América Latina. Y en Argentina, donde el tiempo post dictadura había creado una armadura ética que reaccionaba ante la sola mención de "la vuelta de los militares". Donde los genocidas o sus adherentes no pasaban de ganar una solitaria banca en Diputados, alguna intendencia y hasta una gobernación, en el caso de Tucumán. Este año la derecha negacionista fue alternativa mayoritaria a la hora de elegir. Gobernó cuatro años y, endurecida por la aparición numerosa de los ultras, se apresta a volver al poder con aliados temibles.

El apoyo a la democracia

Un informe de Latinobarómetro revela que, en América Latina, apenas un 49% apoya a la democracia, un 13% al autoritarismo y a un 27% le parece indiferente quien gobierne. Los más apegados a la democracia son Uruguay (74%), Costa Rica (67%), Chile (60%), Argentina (55%), Bolivia (54%) y República Dominicana (50%).

El mayor apoyo democrático en la Argentina se dio en 1997 con un 75%. En 24 años bajó nada menos que veinte puntos. El porqué de semejante caída puede comprenderse en los capítulos sucesivos de la historia reciente. Ese 55% de Argentina implica, además, la medida negativa: un 45 % no apoya la democracia o no le interesa. ¿Es por naturalización o por desencanto? A un 42% no le importaría la irrupción de un gobierno militar "si soluciona los problemas", surge de Latinobarómetro.

Hace veinte años -cuando la democracia apenas había salido de la adolescencia y cumplía 18- la crisis institucional hizo estallar por los aires todos los ladrillos del sistema. El gobierno que más esperanza había generado desde 1983 terminó desnudando a un presidente débil, desautorizado y vaciado de poder. Que tuvo que convocar al responsable del desastre económico que comenzó en la dictadura, se profundizó en el menemismo y generó la reacción popular en las calles. El mismo Domingo Cavallo que hoy algunos medios siguen consultando como si fuera un gurú sin pasado ni prontuario.

El sistema permite el reciclado y la reconversión de los que destruyeron instituciones, sueños y porvenir. Aquel "que se vayan todos" permitió demasiados regresos pero, a la vez, demostró que la democracia estaba fuerte y podía sobreponerse a cinco presidentes en una semana. Sin estar espiando sistemáticamente las banderolas de los cuarteles.

Desilusiones sucesivas

Veinte años después la pobreza y la desigualdad atraviesan a una ciudadanía que ha perdido todas las apuestas. Y que no cree que el próximo inquilino de Olivos ponga los ojos de la trascendencia en las necesidades populares y no en la continuidad de su propio ombligo. Y esa incredulidad no es infundada. Está armada sobre la base de las desilusiones sucesivas.

La primavera del alfonsinismo que terminó en una hiperinflación que es la madre de todas las angustias inflacionarias de hoy. Con asonadas militares y una entrega anticipada del poder.

El menemismo, que llegó prometiendo lo contrario de lo que haría, que instaló un espejismo que millones creyeron real, que destruyó el aparato productivo y la industria nacional, que indultó a los asesinos y sin embargo ganó tres veces una elección.

La Alianza, que encarnó la desilusión más ardiente y, por eso mismo, la reacción más violenta y la crisis social, económica e institucional más profunda.

El interinato de Duhalde, indescriptible. Se tuvo que ir después del asesinato de dos militantes sociales -que reclamaban pan y trabajo- por parte de los brazos del estado.

El kirchnerismo, con cuatro años iniciales florecientes y sembrados de esperanza y el resto con la instalación de una grieta dolorosa e insalvable y la languidez mística de aquel florecimiento.

El macrismo, con el regreso al FMI y un endeudamiento que implica la hipoteca del futuro de millones.

Y la actual coalición, con la riña pública e impúdica entre sus partes, atravesada por una pandemia y coronada por los índices de pobreza e indigencia más gruesos de los últimos quince años. Que ha logrado el milagro de que, en solo dos años, la ciudadanía del hartazgo haya olvidado el desastre anterior.

En el Día de los Derechos Humanos y el aniversario de la democracia, Presidente y Vice se exigían y se respondían cada uno en su discurso.

Democracia plena y nunca más

La convicción de que la Argentina nunca más abriría las puertas a una nueva dictadura militar se ensombrece ante los números del Latinbarómetro, que coloca a su ciudadanía en un lugar menos amante de la democracia que Chile, donde hoy aún la mitad de la población admira a Augusto Pinochet.

Apenas un 6% de la región considera que en su país existe una democracia plena. La mayoría la analiza muy críticamente, con graves problemas: en primer lugar, con el 60%, Argentina; con el 56% Perú; el 55% no cree en una democracia plena en Ecuador, el 54% en Chile. Uruguay es el país menos disconforme con la democracia, con apenas un 19 %.

El síndrome de Estocolmo parece dominar a los votantes, cuando suelen avalar a quienes prometen limar sus derechos y han deshilachado su acceso al consumo. Sin embargo, la falta de alternativas claras, populares, genuinas, acaba con la naturalización de que no existe y no puede existir justicia creíble, estructura mediática confiable e íntegra, crecimiento factible que abarque a la vida cotidiana de la población -sin las nefastas teorías del derrame-, equidad social, honestidad como normalidad y no como estado de excepción. Etcétera.

En ese marco, se pueden comprender las cifras de Latinobarómetro: entre las instituciones mejor vistas en América Latina están la Iglesia con el 61% y le siguen las Fuerzas Armadas con el 44%. Algo impensable en la Argentina pocos años atrás.

El 75 % de los argentinos cree que se gobierna "para grupos poderosos en su propio beneficio". Ese número es mayor que el 73 % promedio de América Latina. Y sólo el 5% cree que es justa la distribución de la riqueza.

Enfrente, la crueldad

El dato objetivo es que no se ha logrado mejorar la vida de la gente. La dictadura fue claramente aquello que no puede volver a ser. La crueldad, el autoritarismo, el secuestro de niños, la desaparición y el asesinato. El genocidio. Y una política económica destinada a enajenar todos los recursos del país. Para eso, entre otras cosas, los crímenes y el silenciamiento de cualquier resistencia.

38 años después, en el Día de los Derechos Humanos, se discutía públicamente qué hacer con el regreso del FMI y la cuerda colocada alrededor de 45 millones de cuellos. 38 años después, mientras discutían en el escenario del acto Presidente y Vice la bala fácil de la policía brava mataba a un chico de 16 años en Miramar y a otro de 15 en General Rodríguez. Puntas de una extensísima lista de violencias institucionales en estado de derecho.

"La democracia no puede ser perfecta porque los humanos no somos perfectos", decía Pepe Mujica el viernes en Plaza de Mayo. Pero se puede ser mejor. Se puede elegir para quiénes se gobierna. Si es para la multitud silenciada que sobrevive abajo o para el medio por ciento que maneja los hilos verdaderos desde arriba. Si es para la policía brava o para los seis niños y medio sumidos en la pobreza.

Esa es la opción. Pero el mercado está desabastecido de coraje. Y a la democracia le tiemblan las rodillas.