Daniel Puertas

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En las discotecas locales se veía entonces a una multitud de adolescentes deambular melancólicamente, con expresiones de tristeza o hastío.

Muchos padres supieron recién entonces que aunque sus hijos no fueran ebrios consuetudinarios el alcohol era un elemento insustituible para esas reuniones quizá triviales a ojos de los adultos pero en las cuales los chicos vuelcan alegrías y angustias, miedos y frustraciones, rebeliones y desorientación, se colocan y quitan máscaras sociales mientras articulan su vida de relación.

Hubo muchos otros intentos poco eficaces para alejar a los adolescentes del alcohol de parte de sucesivas administraciones. Como era inevitable, los pibes fueron ideando estrategias para eludir los controles adultos. Si las bebidas alcohólicas estaban prohibidas legalmente o por su costo, se inventó la "previa" en cualquier hogar en el que no estuvieran los padres o estos fueran permisivos.

Ya suficientemente estimulados, comenzaron a ir al boliche muy entrada la madrugada. Cuando por esos avatares de la economía o por cualquier circunstancia de la época desaparecieron los grandes boliches o en estos había molestos controles, inevitablemente surgieron las fiestas privadas, en auge en los últimos años.

Alguno que otro problemita ocurrido en alguna de las quintas donde suelen celebrarse estos encuentros generaron el previsible debate preocupado entre padres. Como los pibes de 16 y 17 años tienen vedado el acceso a boliches hasta hay quienes plantean como solución que se les permita ingresar a las discotecas.

En realidad, el problema va mucho más allá y por ahora nadie sabe si realmente existe una solución satisfactoria. Que los chicos puedan entrar a un boliche a partir de los 16 años no resuelve el problema de fondo y probablemente agudice otros. La violencia, otro mal de la época, ha traído muchas veces situaciones lamentables, incluso trágicas, en espacios superpoblados de adolescentes estimulados con alcohol y probablemente otras sustancias.

En general, los dueños de los boliches de todo el país han optado por la herramienta fácil de corpulentos guardias de seguridad capaces de expulsar a los más revoltosos, poniéndolos en la calle sin ninguna preocupación por la suerte que van a correr a partir de ese momento.

Sin contar que en más de una ocasión los patovas atiborrados de esteroides han perdido el control y se han ocupado ellos de moles a palos a más de un adolescente.

En rechazo a las políticas comerciales de los empresarios de la noche y del costo prohibitivo de las bebidas en las discotecas, los jóvenes españoles crearon el "botellón", reuniones en espacios públicos a las que llevaban bebidas compradas en los supermercados y equipos portátiles de música donde se armaban su propio boliche al aire libre.

En Olavarría eso sólo se suele hacer en las fiestas de fin de año. En España -primero en la Comunidad Valenciana- el "botellón" se extendió a un punto tal que generó otro rechazo: el de los vecinos de plazas y parques cuyo sueño se veía interrumpido por la música a todo volumen y los sonidos propios de toda reunión juvenil enfervorizada.

Más allá de intentos de represión de poco éxito, en España no se logró limitar demasiado el fenómeno y la mayoría de los chicos seguramente siguieron arrastrando sus problemas de siempre con la esperanza de que el tiempo los soluciones.

En Olavarría no se está más cerca de resolver la cuestión de los jóvenes que veinte o treinta años atrás, cuando algunos de los adultos que están preocupados por sus hijos fueron adolescentes que les hicieron atravesar la misma complicada situación a sus padres.

Básicamente, habría que entender que no existe ninguna solución rápida. O quizá ninguna solución.

El Estado tiene la responsabilidad indelegable de controlar los espacios públicos o semipúblicos, de hacer respetar la ley y los derechos de todos.

Y los padres deben ocuparse de sus hijos, tratar de comprenderlos y de hacerse comprender. Y admitir que los chicos tienen sus propios problemas, que están transitando las primeras etapas de su vida en un mundo donde lo que sobran son las dificultades.

El acompañamiento, la contención, suelen ser más eficaces que los intentos represivos. Los adolescentes están armando su vida de relación y tienen ante sí las mismas posibilidades y los mismos obstáculos que antes tuvieron sus padres.