Silvana Melo / [email protected]

En la semana que pasó, la reina Isabel II de Inglaterra terminó de morirse. Parecía que eso no iba a suceder nunca: Lilibeth reinó durante casi todo el siglo XX, pasó al segundo milenio y se llevó puestos casi 22 años del XXI. A pesar de la interna feroz que mantienen dentro de Buckinham, gran parte del mundo occidental –y algún pedacito del otro sostenido en la Commonwealth, ex colonizados del Reino Unido- espió los funerales y el malhumor de Carlos.

En este trasero del tercer mundo, cholulos y cholulas reales siguieron por la tele los avatares del final de Isabel, mientras sus antepasados recibían a los invasores imperiales con el aceite calentito de las papas fritas del almuerzo. Más allá de los virreyes españoles y de algún intento emperador, por acá no ha habido reyes. Ni reinas. Sin embargo, un repaso de lo que puede parecerse a la monarquía en el país en general y en Olavarría en particular, da para ensayar algunos nombres, a los que los lectores pueden agregar otros o, en su defecto, trasladar esta nota a las redes sociales y practicar el módico bulling de estos tiempos.

La relación argentina con Gran Bretaña se extiende desde el aceite hirviendo hasta el 1982 malvinero, cuando un genocida se plantó en las Georgias unas horas y se rindió, para dejar pasar al generalejo dictador que decidió invadir las Malvinas para intentar quedarse mil años en el gobierno y toda la eternidad en la historia. La reina, que ya era grande y en Netflix tenía la cara de Olivia Colman, y Margaret Thatcher mandaron toda la marina y la aeronáutica para aplastar la asonada. Mataron –la reina, Thatcher, Galtieri y muchos militares argentinos- a 649 chicos desguarnecidos.

Sin embargo, el cholulerío vernáculo prefirió dejar en el altillo de la historia a Malvinas y a los muertos para disfrutar sin culpa toda la parafernalia monárquica que se desató con el final de la reina que terminó de morirse el lunes 19 con un funeral en directo a todo el mundo.

El síndrome plebeyo da vueltas por los casquillos de las cabezas en estos tiempos. Qué maravilla tener realeza como para vestir lujo. O, en realidad, ver vestir lujo a un puñadito y que el resto siga fatigando las calles del conurbano, huyendo del veneno del agronegocio, hacinándose en las barriadas populares, intentando zafar de la inflación, desalojados de sus chacras provinciales, desnutridos en las misiones originarias del norte.

Bueno, no se necesita realeza para vivirlo.

Sin embargo, en estos patios traseros del mundo poderoso han existido seudo emperadores, pretenciosos de monarcas, dictadores genocidas y un par de reinas de alto vestir.

A saber: a Carlos Menem se lo podría considerar un emperador feudal o una especie de virrey de la corona yanqui. El riojano que en la presidencia perdió el poncho y las patillas y adquirió carácter de blondo y ojos celestes creó un micromundo de farándula, lujo y corrupción mientras implosionaba lo poco que quedaba del estado de bienestar.

Un emperador a sus anchas.

A los dictadores es preferible dejarlos en su pozo ciego particular donde se reciclan en su propio contexto. 

En cuanto a las reinas, es un capítulo aparte.

Las dos reinas

En la primera mitad de siglo XX, Eva Duarte. "Con látigo y sumisa, pasiva y compasiva, única reina que tuvimos, loca que arrebató el poder a los soldados", dice María Elena Walsh en el excepcional poema en su honor.

Eva fue la contracara de una realeza tradicional, hereditaria, parasitaria y encerrada en sus palacios. Ella llegó desde un pueblo, pobre y despreciada, y moldeó su figura en torno de los más frágiles, de los más pobres, de los olvidados. Llegó a ese lugar vergonzante de la primera dama y lo decapitó de un plumazo frente a las Damas de Beneficencia. Y fue ella, tan presidenta como Perón. Vestida de fiesta y con sus rubíes, "para mis descamisados".

Dijo cuando se lo reprocharon. 

Murió a los 33. Morir joven es fundamental para ser mito en este mundo.

Fue "la única reina que tuvimos", la que definió María Elena desde su antiperonismo. "Y el odio entre paréntesis, rumiando venganza en sótanos y con picana", decía sobre la muerte. Sobre la muerte de la reina de los morenos, los trabajadores y "los grasitas".

El odio no nació en estos días. El odio es fundacional en la historia de esta tierra.

La otra reina es Cristina. La que tampoco fue primera dama cuando el protocolo se lo imponía. Y luego fundó la realeza de las grandes marcas y la oratoria cautivante. 

¿Cómo se hace para explicar una monarquía como la de ella cuando se descartan los adjetivos extremos? Ni la yegua ni la jefa. Es la reina de estos tiempos decadentes en los que el país es más una vereda latinoamericana que una agencia europea en el cono sur. Es la reina que cambió su rostro de quince años a esta parte. Acusada de mil delitos. La que habla y es cadena nacional aunque no lo sea. La que habla y la transmiten los que la aman y los que la odian. 

Una figurita esquiva en el álbum del primer cuarto del siglo. Una reina posible en tiempos en que la monarquía ofrece alternativas penosas como Patricia Bullrich o Fabiola Yáñez.

Coronas de cemento

A la hora de definiciones monárquicas locales, a primera vista pueden aparecer Helios Eseverri y Carlos Víctor Portarrieu. Los emperadores sin imperio, los caballeros sin primeras damas, los que impusieron su carácter constructivo con sesgo autoritario en la ciudad de la piedra.

Pero no. Los dos hombres –masculinísimos en una ciudad con poca mujer asomando en el poder- fueron sólo dos intendentes. Que entre los dos deben totalizar medio siglo de gobierno en la historia de la ciudad. Pero apenas intendentes.

El rey fue Alfredo Fortabat. El empresario fundante de la espalda dura y la cabeza inflexible de la ciudad del corazón de la pampa húmeda bonaerense. El abrió el vientre de la tierra para arrancarle la riqueza. Y fundó un imperio cementero que definió el temperamento y la impronta de Olavarría. 

Fundó una localidad y logró que sus empleados y los descendientes de sus empleados y casi toda una ciudad floreciente lo llamara Don Alfredo. Una confianza que no se tiene con el patrón ni con el rey.

Sin embargo, la reina por excelencia en la ciudad fue ella. La esposa del rey que tampoco fue primera dama. Que tuvo su vida propia, impiadosa y caritativa.

Amalita fue la gran reina de Olavarría. La que levantó el hospital de Pediatría y amadrinó la Escuela Técnica, la que subía a cualquier escenario a su amiga Ginamaría Hidalgo para que gorjeara impunemente en los actos monárquicos de la Olavarría de los 80 y los 90. Amalia, que tuvo novios jóvenes y otro de raigambre militar en tiempos de terrorismo de Estado, que creó una fundación con el aroma raro que suele acompañar a las fundaciones de los millonarios, que se hizo un museo propio con pinturas carísimas de grandes artistas, que hasta tuvo un equipo de fútbol exitoso por un rato con el nombre del pueblo fundado. Que vio desde su sillón de reina cómo su empresa se beneficiaba económicamente tras la desaparición y muerte de un abogado que complicaba a la fábrica, que fue capaz de arriar con sus encantos hasta su estancia de este tujes del planeta a celebridades como Vittorio Gassman y Luciano Pavarotti.

Es la única reina que tuvimos, parafraseando a María Elena Walsh. Que también estuvo en la estancia de Amalia Lacroze. Pero el poema, se lo escribió a Evita.

A veces hay que elegir a qué monarca se celebra.