Claudia Rafael - crafael@elpopular.com.ar

Cada septiembre irrumpe en las vidas en esta parte del sur del mundo como el mes en que la primavera se asume como un bello despertar. Tiempo en el que el sol y los días más intensos y libres de ropas ganan terreno y brotan como sinónimo de esperanzas. Este 1 de septiembre llegó con oscuridades y anuncios de tiempos aciagos. La bala que, sólo por azar, no alcanzó para arrebatar la vida de Cristina Fernández de Kirchner fue un preanuncio de peligros e incertidumbres. Un tiempo al que no se puede ni se debe responder con tibieza y esa respuesta pone en juego un modo de vivir que arriesga a permitir el avance del fascismo y de sus formas modernas.

Hasta las 20.49 del jueves 1 de septiembre se podía afirmar sin gran margen de error que este tipo de atentados no son parte de la idiosincrasia argentina. Que son hechos más frecuentes en otros países y bastante ajenos a la realidad de fronteras argentinas adentro. Ya eso termina de ingresar a la categoría de mito.

También lo es aquella afirmación de que en el país no hubo magnicidios o intentos de concretarlos. Los hubo desde mediados del siglo XIX, cuando Juan Manuel de Rosas transitaba su segundo mandato como gobernador de Buenos Aires y llegó a su casa como regalo lo que pasó a la historia como "la máquina infernal". Un sofisticado mecanismo circular que contenía 16 pistolas cuyos gatillos serían presionados por un alambre al momento de levantar la tapa. Igual que la Bersa de 32 milímetros con la que Fernando André Sabag Montiel intentó asesinar a Cristina, la "máquina infernal" falló. Y cuentan los historiadores que Rosas rió estruendosamente ante el fracaso de "los salvajes unitarios".

En tren de atentados presidenciales los primeros intentos, sistemáticamente fallidos, arrancan con Domingo Faustino Sarmiento. Hace exactamente 149 años, el 22 de agosto de 1874, ya separado de su esposa, Benita Pastoriza, Sarmiento se encontraba tarde tras tarde con su amante, Aurelia Vélez Sársfield. Hija de su ex ministro de Hacienda y de Interior, en dos de sus presidencias. Todos en aquella Buenos Aires conocían cada uno de sus pasos y sabían de ese vínculo amoroso. Sus enemigos, indudablemente, también. Tres hombres lo esperaban agazapados y, al acercarse, uno de ellos sacó un trabuco de entre su ropa y gatilló. El mal estado del arma hizo que el trabuco estallara y destrozara la mano del atacante. Como Cristina, que recién se dio cuenta del atentado cuando ya en su casa vio las imágenes, el único que no se enteró de lo ocurrido fue el propio Sarmiento porque su sordera le impidió escuchar el estallido. Y fue Enrique O`Gorman, el jefe de policía y hermano de la joven Camila –fusilada junto a su gran amor, el sacerdote Ladislao Gutiérrez- quien lo visitó en la casa de los Vélez Sarsfield y le relató el atentado del que milagrosamente había escapado. Igual que en el de Rosas y en el de este jueves contra la vicepresidenta, por puro error.

La brujería de "La Tolosana"

Faltaban cinco meses para el final del primer mandato de Julio Argentino Roca. Responsable del genocidio bautizado con el eufemismo de "campaña al desierto", en diciembre entregaría el poder a su cuñado, Miguel Juárez Celman. Elecciones denunciadas como fraudulentas quitaron del medio a Dardo Rocha, gobernador bonaerense y fundador de las ciudades de Necochea, La Plata y Pehuajó y rector de la Universidad Nacional de La Plata desde su fundación en 1897 y hasta 1905. Roca estaba enfrentado a Rocha desde hacía tiempo y –según una vieja leyenda que la realidad se sigue empeñando en mostrar como cierta- se cree que como presidente ordenó contratar a una bruja que en la noche de San Juan hacia 1883 ó 1884 concretó un extraño rito para impedir el triunfo electoral del gobernador. "La Tolosana", como se conocía a la hechicera, dio tres vueltas en torno de una bóveda subterránea en la plaza Moreno –frente a la gobernación- orinó y arrojó vino en el lugar. Esa suerte de maldición es la que –aseguran los creyentes- impide e impedirá que alguna vez en la historia un gobernador bonaerense llegue a la presidencia de la Nación.

Julio Argentino Roca caminó a las 15 del 10 de mayo de 1886 desde Casa de Gobierno al Congreso de la Nación que entonces funcionaba en Balcarce y la actual Hipólito Yrigoyen. Apenas un par de cuadras de distancia. De la multitud que acompañaba su caminata de un lugar al otro, un correntino veterano de la injusta y oprobiosa Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, partidario de Dardo Rocha, le arrojó una piedra de importantes dimensiones sobre la cabeza de Roca. Una herida de siete centímetros de largo y profunda hasta el hueso lo hirió seriamente pero no le impidió llegar en 1898 a su segunda presidencia.

La represión y los balazos anarquistas

Ya por esos días el movimiento sindical, mayoritariamente ganado por socialistas y anarquistas, se organizaba y avanzaba en luchas por los derechos de los trabajadores. Hacia 1919, la larga huelga en la fábrica metalúrgica Talleres Vasena (en el barrio porteño de San Cristóbal) derivó en una feroz represión con cientos de muertos, provocadas por parapoliciales, policías y Ejército. Con liderazgo protagónico de Ramón L. Falcón, quien le da nombre a la Escuela de la Policía Federal.

El día previo a la Navidad de una década más tarde, con un Hipólito Yrigoyen en su segundo y corto mandato (interrumpido por el primer golpe militar de la historia), sufría un atentado. Apenas minutos después de las 11.30 de una mañana cálida, el presidente salió de su casa en Brasil 1029, a pocos metros de la Estación Constitución, se subió al auto con chofer para ir a Casa Rosada y a pocos metros de andar un hombre salió de un zaguán y baleó de cinco disparos el vehículo. "El Peludo", como se apodaba al presidente, resultó ileso y fueron heridos un subcomisario que viajaba en el asiento del acompañante y un policía que estaba sobre la calle Brasil. El atacante fue asesinado de cinco balazos: era el anarquista italiano Gualberto Marinelli.

Las últimas décadas

Durante estos 39 años desde la recuperación de la democracia Cristina Fernández de Kirchner es la segunda mandataria a quien se intentó asesinar. El primero –contra quien se atentó en tres ocasiones diferentes- fue Raúl Ricardo Alfonsín. Los contextos son notoriamente distintos pero en común hay un aspecto que tiene más que ver con la personalidad de las víctimas: ninguno de los dos personajes podrían ser caracterizados como "tibios". Por el contrario, se trata de líderes políticos de talla que –cada uno en su tiempo- debió enfrentarse a enemigos de fuste.

El primer atentado contra el radical -que inauguró el tramo inicial democrático tras la honda oscuridad de la última dictadura- tiene un lazo con Olavarría. El 19 de mayo de 1986, a cinco meses y diez días de la sentencia condenatoria en el juicio a las juntas militares, Alfonsín visitó la sede del Tercer Cuerpo de Ejército, en Córdoba. El lugar en el que Luciano Benjamín Menéndez había dirigido el centro clandestino de detención "La Perla" estaba en 1986 bajo el mando de Ignacio Aníbal Verdura. El año anterior había ascendido a general a pesar de que la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos de esta ciudad había planteado objeciones por su rol en la desaparición, tortura y asesinato de militantes políticos. De hecho, 28 años después, Verdura sería condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad.

Sin embargo, en aquel 1986 todavía el poder militar operaba en las sombras. Y Alfonsín, que había osado sentar en el banquillo de los acusados a las cúpulas en un juicio histórico e inédito en el mundo, era un claro objetivo a voltear. Aquel 19 de mayo, del interior de una alcantarilla asomaban dos cables negros. Estaban conectados a un detonador eléctrico y luego a otro más que sería manipulado desde un control remoto. Todo conducía a una bala de mortero de 120 milímetros, 2.5 kilos de trinitrotolueno (un compuesto químico explosivo) y dos panes de trotyl de 450 gramos cada uno. Esa alcantarilla estaba en el camino, bajo el asfalto, por el que pasaría el auto presidencial con Alfonsín a bordo. Fue desactivada momentos antes. Verdura se quejó –como haría tantas veces ante otras imputaciones- de haber sido "el pato de la boda" y anunció su retiro. A los pocos días, en el contexto de la reconstrucción, se hicieron estallar los explosivos y las esquirlas llegaron a 100 metros de distancia.

Tres años después, Alfonsín –que ya había traspasado el mando a Carlos Menem- vivía temporalmente en un departamento ubicado en Ayacucho 100, a tres cuadras del Congreso de la Nación. Una bomba de gran potencia explotó y destruyó varios ambientes. No había nadie en ese momento. De todos modos, nunca se aclaró lo ocurrido.

Ya en el verano de 1991, Raúl Alfonsín recorría la provincia de Buenos Aires en un intento de recuperar terreno político. El sábado 23 de febrero llegó a San Nicolás para un acto programado para la noche. En el lugar había un hombre de 29 años, ex gendarme que luego había entrado a trabajar a Somisa, la fábrica estatal de acero más importante del país, que caería en las garras privatizadoras de Menem bajo la excusa de que era deficitaria. Se trataba de Ismael Darío Abdalá, que sacó de su ropa un revólver calibre 32 largo, apretó el gatillo, pero –aparentemente- el tambor no giró y la bala nunca salió. Igual que este jueves en el atentado contra Cristina Fernández de Kirchner. Abdalá fue detenido, tiempo después sería declarado insano y fue ingresado a un psiquiátrico. Años más tarde se suicidó.

Ni siquiera uno solo de toda la seguidilla de atentados políticos de la historia cumplió con el objetivo. Pero sólo el azar lo impidió. Alfonsín podría haber muerto no una sino tres veces: en 1986, en 1989 y en 1991. Como Cristina, a quien el destino, la casualidad, la fortuna, quien sabe, la ubican hoy en un lugar que todavía la historia no termina de escribir.