Peronismo con gorilismo incluido: desde la muerte de Eva a los Fernández de hoy
Hace setenta años –la cifra preferida del antiperonismo para definir la desgracia argentina-, asumió Alfredo Fernández, uno de los tres intendentes peronistas de la historia. Dos meses después murió Eva, con medio país deseándole el infierno. Nunca más el peronismo fue el mismo. 1973, 1989 y 2003: el pejota con gorilismo incluido y la búsqueda de la épica perdida. El Fernandismo de estos días: Alberto y Cristina depositando el país en la boca de los lobos. Eva vuelve a morir, setenta años después.
Son setenta años. El número que ama el antiperonismo para encorsetar temporalmente los años de tragedia de la Argentina. Y que en realidad es la tajada gorilística de la historia, que marca el nacimiento de la grieta y la decadencia justamente en la segunda parte de los '40. Cuando en realidad, el país nació agrietado por origen. En el 2022 se cumplen los setenta años de aquel 1952 en el que asumió en Olavarría Alfredo Fernández –el segundo de los apenas tres intendentes pejota de la historia de la ciudad-, en el que murió Eva, la parcela humana y apasionada de ese peronismo que nunca jamás volvió a ser igual y en el que ese peronismo dorado y glorioso comenzaba a decaer lentamente hasta un presente desangelado y tan lejos de aquella masa constitutiva que ya, también, desaparece como sector y clase.
El peronismo, como abstracto en sí mismo, no murió con Perón el 1 de julio de 1974. La vitalidad de su esencia colapsó con Evita, el 26 de julio de 1952. Setenta años atrás. Lo que vino después, con María Estela Martínez y José López Rega esperando la dictadura más sangrienta de la historia, ha sido gorilismo peronista en un par de casos y épica pretendidamente genética en otro, con simulación matrimonial pero supervivencia cambiada. En el caso de los primeros años del milenio, fue él quien murió y ella siguió un camino elevando la figura masculina al procerato.
Hoy, a setenta años de la muerte temprana de Eva y de la asunción efímera de Alfredo Fernández en Olavarría, el panorama peronista empuja a la ciudad a las periferias de la historia del movimiento, con más de treinta años de gobiernos anti y apenas con un filo peronismo transitorio por parte de José Eseverri, sucesor del gorilismo petulante de su padre. El país, a la vez, exhibe un despliegue escénico estrafalario donde los restos de esos dos peronismos disputan su necesidad de hegemonía a cielo abierto. Autodestruyéndose y demoliendo además cualquier pretensión de rebrote de un país condenado a mantenerse inviable.
Fernandismos y grietas
Era 1 de mayo de 1952 cuando Alfredo Fernández –segundo intendente peronista después de Santiago Cañizo- asumía la intendencia de Olavarría. Cargado de simbolismo y olvidado, murió el mismo 1 de mayo pero 58 años después: murió apenitas días antes del bicentenario, cuando gobernaba Cristina Fernández y Alberto Fernández había huido del gobierno lanzando sapos y culebras contra CFK después de la disputa con el ruralismo que generó un odio adicional al ya existente y que todavía está tan vivo y vigente como catorce años atrás. La genética española, impuesta por invasión, puso el Fernandismo alrededor del poder, aunque Alfredo siempre fue el más débil y aquel a quien menos tiempo le dieron para gobernar, apenas tres años hasta que la Libertadora terminó con el régimen democrático. El poder barato lo tienen hoy los otros Fernández, los que disputan poder y se lo arrancan de a lonjas mientras el antiperonismo se frota las manos y se prepara para regresar. Ese regreso será su absoluta responsabilidad y deberán asumirlo en algún juicio al que los someta la Historia. Si es que no adopta los métodos de Comodoro Py.
Alfredo Fernández vivió ese gobierno pequeño en medio de una de las grietas más severas, que perforó la piel social dentro de un gobierno peronista y alrededor de una figura fortísima, controvertida, revulsiva para el poder y mujer. Eva Perón irritó como pocas veces la capacidad odiante de la sociedad argentina. Que en ese momento celebró su cáncer y cincuenta años después deseó los peores suplicios (desde la soga al cuello hasta los caballos de Tupac Amaru) a Cristina Fernández. Ambas comparten esa singularidad y, tal vez, ninguna otra.
Después de aquel gobiernito de Fernández en la ciudad etiquetada y escriturada por los cuarenta años de Portarrieu y Eseverri, después del paso transformador de Evita por la piel de los más castigados, de los confinados a las orillas del mundo, lo que vino fue incierto. Los Eseverri, desde 1983 a 2015 –con la única interrupción del último peronista, Juan Manuel García Blanco entre 1987 a 1991- acapararon la definición de la ciudad y, en los últimos siete años, el Pro más macrista gobierna por decisión de una ciudad que no hace más que consolidar su antiperonismo. A pesar de que las luchas obreras a principios del siglo XX determinaron a una tierra de trabajadores combativos.
Bajan de los cerros
Fue en los cerros de Sierras Bayas donde apareció la clase obrera más luchadora. De hecho en 1878 se produjo la primera huelga, cuando todavía estaba en esbozos la industria de la piedra. La ciudad apenitas tenía once años.
Hasta tal punto Sierras Bayas ha sido cuna de la rebeldía obrera, que también se la considera génesis del peronismo de Olavarría. Lo dice el profesor Juan Wally en su historia del peronismo y la ubica temporalmente en la movilización del 18 de octubre de 1945. A sólo un día de la fecha fundacional del peronismo nacional, Sierras Bayas puso en tierra a sus obreros movilizados, liderados por "los hermanos Atilio y Adolfo Veyrand, dirigentes del gremio de la Compañía Argentina de Cemento Portland". Los Veyrand les comunicaron a los directivos (sin dar mucho lugar a negativas) que saldrían de la fábrica para iniciar la manifestación que arrancaría a las 8.30 al grito de "Sierras Bayas con Perón", "Perón sí otro no" y "con Perón y Mercante la Argentina va adelante".
Como en un flujo histórico de lógica imbatible, seis años después de ese octubre, ganaba Alfredo Fernández, obrero del cemento en Sierras Bayas. Que se transformó, si faltaba un dato, en el primer intendente votado por mujeres. Era el 14 de noviembre de 1951. Cincuenta y seis años después, Cristina Fernández se transformaba en la primera presidenta elegida por el pueblo. Algo de los Fernández seguía tocándose como cables paralelos a lo largo de postes y postes.
Fluye la historia
El 26 de julio de 1952 Eva Perón moría por un cáncer de útero. La feminidad despreciada, esa sexualidad degradada por los dueños de la historia, generaban la enfermedad más cruel en el punto más simbólico y exclusivo del mapa de la mujer. El que la vuelve diosa creadora en desmedro del hombre, hasta ese entonces apenas un exclusivo proveedor.
Alfredo Fernández sufrió en su primer año de gobierno ese oleaje. Que marcó sus días efímeros. Cristina Fernández nació un año después: el 19 de febrero de 1953. Alberto Fernández llegó pasados seis años, a los once meses de gobierno de Arturo Frondizi.
Los Fernández presidente y vice tenían 15 y 21 años en aquel 1974 cuando el peronismo comenzaba a caducar. La dictadura terminó con los mejores, con los transformadores, con los peligrosos para la conservación del statu quo. El resto comenzó a gobernar la Argentina desde 1983. Fue la sociedad misma la que rechazó un presidente como Italo Lúder, firmante del decreto de aniquilación que abrió las bocas de todas las fieras todavía en días de democracia. El peronismo recién volvió al poder en 1989 en el país y en 1987 en Olavarría, cuando al último le tocaron los peores días del mundo para recobrar la ciudad. En el país, Carlos Menem se sacaba el poncho, se cortaba el pelo y se afeitaba las patillas para volverse rubio y de ojos celestes para el establishment, en el gobierno más gorila de la pos dictadura. Nacía el peronismo con antiperonismo incluido.
Apenas terminó el gobierno Juan Manuel García Blanco, para dejarle baño y cocina en condiciones a Helios Eseverri, que volvía enojado porque jamás quiso irse. Nunca más pejota en Olavarría.
Menem y después
En el país, esa experiencia distópica que destruyó el trabajo en nombre del peronismo resultó incómoda durante años para los pejotas que querían desmarcarse de la corrupción, la frivolidad y la perversidad política. Eso se había vuelto el movimiento nacional.
Volvieron en 2003, después del vendaval que dejó expuestas raíces y desechos éticos. Carlos Menem volvió a ganar, en su calidad insólita de inoxidable después del quesevayantodos, pero se retiró antes porque no le alcanzaba para el balotaje. Llegaron entonces Kirchner y Fernández, con el plan de rescatar la épica y gobernar dieciséis años alternados. Perón apenas había llegado a diez y él solo, porque el poder en la oscuridad no le permitió a Eva ser candidata a la vicepresidencia.
Néstor gobernó cuatro y Cristina, ocho. El paso de Mauricio Macri por el poder político –además del económico- demostró que se puede ser Menem en el tercer milenio. Pero sin su carisma. Ni con el pragmatismo pejota que dice que sí a cualquier cosa que dé poder.
El regreso de 2019, con la movida de Cristina para poder volver pero no tanto, mostró una amplitud poco creíble como para imponer a un presidente que la criticó con dureza después de los terribles días ruralistas. Sólo los ha unido ser Fernández. Uno de los dos o tres apellidos más populosos de la herencia española. El mismo de Alfredo Fernández, el segundo de los tres intendentes peronistas de la ciudad. Con la misma escasa suerte que el último.
Hoy la desazón y el frío de un invierno desconsiderado vagan como la tristeza misma por estas calles. El peronismo es un partido más, vampiro del poder, sin reservas para hacer alegría para los trabajadores y los que no lo son, confinados a los afueras de este mundo. La disputa terrible entre los dos integrantes de aquella fórmula Fernández que siempre pareció inviable se lleva la esperanza entre los dientes como se llevan los lobos a su presa. Dice el artista y escultor Daniel Santoro que el peronismo nunca fue revolucionario; sólo supo cómo darle felicidad al pueblo.
Ese criterio ha sido derogado en los despachos oficiales, abolido de la aplicación de las leyes. La felicidad es un insumo faltante en las góndolas del poder. Y en las promesas de sus delegados. Setenta años después.