Claudia Rafael

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Siempre es tarde. Siempre es el día después. Las historias que se contabilizan develan que una mujer es asesinada cada 26 horas de acuerdo a las estadísticas de 2022. Una frecuencia cuatro horas mayor a la que tenían los crímenes de género a lo largo de todo 2021. Detrás hay nombres y entre esos nombres, el de Marcela Gómez, que integra ese listado con escasos 18 años. En una crónica vital que habla de dolores, vulneraciones, precariedades, idas y vueltas en los vínculos y ausencias como ocurre en gran parte del rompecabezas de los feminicidios.

Pero que obliga, una vez más, a reiterar interrogantes de necesaria respuesta para poner fin a esos círculos que hacen que la humanidad transite hasta el infinito por el mismo camino, repitiendo las mismas historias, con los mismos dolores.

Recorrer muchas de las crónicas locales deja al desnudo un mapa estructural que resulta imposible de desarmar cuando se concibe la muerte o la violación como el punto de partida del que saldrá como efecto necesario la condena penal. Hay un círculo que se repite hasta el hartazgo y que permite ver que un femicida no deja de serlo por magia a partir de su paso por la cárcel, esa institución creada para el castigo y no para la deconstrucción y la reconstrucción. Porque no se trata sólo de esa reiteración que habla del lugar de poder que adquiere quien se sabe dueño de la vida y de la muerte. Sino también de otra reiteración que es la sistémica: Que es cuando hay otro sujeto que, como en una carrera de relevos o de postas, ocupa ese mismo lugar y asume esas mismas prácticas con otras mujeres. En definitiva, una práctica que habla de profundas estructuras en la construcción ancestral de las masculinidades.

Cuando la antropóloga Rita Segato habla de violadores y feminicidas plantea que buscan colocar "a la mujer en su lugar, la atrapa en su cuerpo, le dice: más que persona, eres un cuerpo". Y es en esos contextos que la socióloga Dora Barrancos decía, en entrevista con esta periodista, que "no podemos pensar que vamos extinguir el patriarcado con el Código Penal en la mano. No es así. Lo que sí necesitamos es que no haya impunidad".

Como en un diálogo necesario va de nuevo Rita Segato. Dice: la violación "está fundamentada no en un deseo sexual, no es la libido de los hombres descontrolada, necesitada. No es eso porque ni siquiera es un acto sexual: es un acto de poder, de dominación, es un acto político. Un acto que se apropia, controla y reduce a la mujer a través de un apoderamiento de su intimidad".

Monstruos con cuernos

Hace ya una semana que Marcela Gómez fue asesinada. En el transcurso de esa semana, el 8 de marzo, las calles se poblaron con una energía vital que –describía Hosanna Cazola, funcionaria regional del ministerio bonaerense de Mujeres y familiar de dos víctimas de femicidio- "permite exorcizar todo lo que estamos viviendo pero no basta".

Es claro que el Poder Judicial, con su propuesta punitiva, no alcanza. Porque la punición por sí sola no pone fin a las infinitas violencias. Es, en definitiva, el después y no allana el camino para acabar con esas prácticas que ponen en danza inequidades históricas. Las que rodean a las mujeres desde la infancia y a lo largo de cada una de las etapas de su vida. Y las pueblan de experiencias traumáticas, con toqueteos, con provocaciones, con micromachismos, con ejercicios cotidianos del poder. Hasta llegar a ese límite al que llegan algunos hombres cuando ejercitan crímenes de poder. Que no son monstruos con cuernos fácilmente identificables como ocurre con los malos en los dibujitos animados. Son hombres corrientes. Del vecindario. De la familia. De la escuela. Tan corrientes y comunes como lo era Adolf Eichmann, a quien se esperaba ver definido en el juicio de Nuremberg como una aberración humana, un psicópata perverso, un monstruo, una anomalía en la condición humana y, sin embargo, Hannah Arendt calificó en sus crónicas como un oscuro e imbécil oficinista capaz de cumplir a la perfección con su trabajo. Esas características hacen que sea poco frecuente identificar a un feminicida y a un violador en el trato cotidiano. Sus perversidades suelen quedar al desnudo en ocasiones especiales o entre las cuatro puertas del hogar. Por eso es tan compleja la aceptación social de esa realidad. Arendt fue fustigada duramente por ese concepto. Y –aunque la frase y la mecánica no fue del todo feliz- por eso mismo la ministra nacional de Mujeres y Diversidades fue duramente cuestionada.

Quienes conocen desde antes al femicida de Marcela Gómez podrán extrañarse como tantas veces se extrañan y no comprenden los familiares y los buenos vecinos de tantos otros victimarios. La justicia platense había otorgado la prisión domiciliaria a un ingeniero que había abusado sexualmente a sus hijos de 5 y 6 años porque se presentaron más de un millar de firmas en una declaración que lo describía como "buen vecino". ¿Acaso Barreda era observado por sus pacientes, por su vecindario, por la sociedad platense como el femicida capaz de asesinar a balazos a su esposa, sus dos hijas y su suegra? No son incompatibles los conceptos. Se puede violar, asesinar, golpear o ejercer violencia cotidiana sin, por todo eso, dejar de ser una persona agradable para el trato con el resto de la humanidad. 

Y es un problema. Porque son cualidades que no cesan después de 3, 10 ó 20 años de cárcel.

Segato advierte sobre la necesidad de "un juicio adecuado, incluyendo la posibilidad también de un juicio popular, pero es muy importante que en ese juicio exista una deliberación y un análisis en profundidad de lo que sucede. Porque si no desmontamos esta estructura, si no demostramos que no beneficia a nadie, inclusive en sus propios perpetradores o posibles perpetradores en el futuro, no vamos a conseguir desterrarla".

Formateo social

Para desterrarla se necesita poner en juego demasiadas cuestiones. La educación y la profundización de la ESI (Educación Sexual Integral), la mirada de género en el Poder Judicial, las políticas de Estado transformadoras. Un rol efectivo en periodistas y comunicadores sociales que, cuando destilan discursos misóginos y de profundo odio, cuando ubican a la mujer como un apéndice necesario para la felicidad y la tranquilidad masculina no hacen más que afianzar esa estructura. Una democratización de los medios periodísticos que, como ocurrió esta semana, ejercen la censura capaz de prohibir la opinión contraria a Viviana Canosa y a A24 de la editora de Género de Clarín en defensa corporativa de otro medio. 

Pero hay una reestructuración más honda para ese destierro. Que tiene que ver con las formas en que la sociedad ha formateado a las familias. El psiquiatra Alfredo Grande plantea que "el patriarca, tirano, déspota, no pocas veces con la omisión, incluso la complicidad de la esposa/madre, invade el cuerpo y la mente de hijas e hijos. Con diferentes formas de catequesis. Desde las más concretas a las más abstractas". Y agrega que "las prácticas invasivas de padre y madre con los hijos sólo son registradas, y no siempre, cuando adquieren la dimensión de lesiones graves y/o violaciones reiteradas. La vara para medirla es tan alta que lesiones leves y maltratos reiterados pasan sin problemas por el filtro de la familia perfecta".

El femicidio de Marcela Gómez, como antes el de Valentina Gallina y el de su madre Valeria Cazola; el de Olga Yapour o Graciela Tirador y el de Tamara Bravo; el femicidio de Karina Mairani 20 años atrás; el de Mara Navarro o Andrea Trinchero, Dana Pecci y Magalí Giangreco; el de Mairel Mora, María Rodríguez, Olga Serantes o Nelly Garisoain; el femicidio de Silvia Machesi y el de Yenifer Falcón con sus 7 años. El femicidio de Mabel Olguín, María Luján Riva de Neira y de Verónica Montenegro con sus niños Ezequiel y Jazmín. Unos y otros son hijas e hijos de una sociedad formateada para aceptar que las violencias deberán atravesar sistémicamente a una parte de esa misma sociedad a través de sus tramas culturales, comunitarias, familiares y simbólicas.