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El problema de la alimentación en la Argentina tiene varias aristas. Por un lado, esta tierra del sur ha sido considerada una factoría de alimentos para el mundo, mientras una parte importante de su población (hoy el 10 por ciento de indigentes, unos cinco millones) padece hambre. A la vez, la sobre industrialización de los productos que se ofrecen con atractivo de packaging y brillo, implica el consumo de químicos, conservantes, gelificantes, colorantes, etc, que convierte en artificial un alimento que se ofrece pleno de naturaleza. Y si a esa naturaleza se la va a buscar a los frutos de la tierra, el desafortunado consumidor sumará a su cuerpo 33 agrotóxicos si come una naranja, una manzana o una pera. El modelo productivo implantado en 1996 –con la entrada de Monsanto y el paquete tecnológico de transgénesis y pesticidas- y el poderío de la industria alimentaria hoy atraviesan el cuerpo y la salud de 45 millones de personas. Y traban, con argumentos insostenibles, la ley de etiquetado frontal que apunta al derecho de los ingirientes a saber, claramente, qué incorporan en sus cuerpos.

La corporación que reúne a más de 2000 industrias alimentarias es la Copal. Su presidente, Daniel Funes de Rioja, fue elegido para dirigir la Unión Industrial Argentina (UIA). Su figura empresarial se erige como una de las de mayor poder de lobby y de veto en el país. Los fabricantes de alimentos ultraprocesados –cuyos sabores y olores suelen ser creados en laboratorios, según la investigación de Soledad Barruti en "La mala leche, el supermercado como emboscada"- denuncian una "demonización" de la comida. Esa demonización está basada en el impulso de la ley de etiquetado frontal, que busca exhibir en la fachada del paquete la información sobre azúcares, grasas, sodio, calorías, edulcorantes y cafeína en octógonos negros. Claramente, muchos de los ingredientes de los alimentos son peligrosos para la salud. Pero su estética y la asociación con personajes de ficción y deportistas exitosos los hace fatalmente atractivos especialmente para la niñez. Principal infantería de esta batalla que la deja con hambre, con mala nutrición, con venenos en el cuerpo, con el futuro ajado por un modelo de producción basado en la rentabilidad extrema.

La campaña

Uno de los problemas más graves, más allá de las presiones del poder y de los lobbys industriales avalados desde determinadas dirigencias políticas, es que la discusión para la aprobación definitiva de la ley de etiquetado se dio en plena campaña electoral. En medio de la grieta. Una ley que alcanzó mayoría en el Senado, votada transversalmente por oficialistas y opositores, claramente superadora de las disputas ordinarias, naufragó en Diputados. Y una dirigente importante de Juntos, candidata estrella, dio argumentos insólitos para no sentarse en las bancas y, ahora también, decidir no apoyar el proyecto.

Dijo María Eugenia Vidal: "tenemos un millón 800 mil chicos indigentes que pasan hambre porque no cubren la Canasta Básica Alimentaria. ¿Y nuestra prioridad es el etiquetado? Nosotros llevamos nuestras prioridades: la ley de emergencia educativa, derogar la ley de alquileres y la boleta única para que no haya fraude". La crueldad del hambre infantil -que no deja fuera al gobierno de Juntos por el Cambio que también sobre vulneró a los sectores sociales más castigados-, no implica renunciar a una mejor alimentación para todos. La derogación de la ley de alquileres, que sería un regreso a un statu quo fatal para los inquilinos y la boleta única para evitar un fraude que no existe desde hace casi un siglo en la experiencia electoral argentina, son argumentos lábiles. Argumentos para desestimar una ley probadamente beneficiosa pero en contra de los intereses de un sector de la industria.

Demonios

Los consumidores, ante las góndolas del supermercado, eligen un alimento que promete el mejor sabor, el mejor aroma, las vitaminas más potentes. Pero que a la vez esconde una saturación de azúcar, sodio y grasas, unidas en complicidad para la generación de adicción alimentaria, la neutralización de la saciedad y el camino a enfermedades como la obesidad, la hipertensión, las cardiopatías y la diabetes. Dice Soledad Barruti: "no hay que comprar productos que tengan ingredientes que nunca tendrías en tu cocina". Una mermelada común, más allá de haber visto una fruta en vidriera y a veces ni eso, contiene: jarabe de glucosa, acidulante ácido cítrico, jarabe de maíz de alta fructuosa, gelificante: pectina; espesantes: goma garrofin, goma xántica, conservador: sorbato de potasio, aromatizante artificial, antiespumante: INS 900. Nada de eso hubo ni habrá en casa.

No es la advertencia en octógonos negros la que demoniza los alimentos, como sostiene la Copal, sino los contenidos químicos de esos mismos alimentos. Ajenos de nutrientes y poblados de ingredientes zombies que permiten una vida larga (para el producto), un color espectacular, un sabor y un aroma que nunca conocieron –o apenas de vista- a la frutilla, el chocolate o la naranja que promocionan en el packaging.

Coca Cola, los ingenios del Centro Azucarero Argentino, Juan Manzur, Sergio Massa, los candidatos propios que no le respondieron al Frente de Todos, el Frente de Todos y sus contradicciones, Juntos por el Cambio y su mudanza de postura a la hora de la campaña, son algunos de los responsables de que esta ley, que implica a todos los habitantes del país y a su salud alimentaria, haya naufragado esta semana.

La otra comida

Mientras tanto, la organización Naturaleza de Derechos –que analiza y sistematiza los resultados de los controles del Senasa- enumeró 80 agroquímicos en 48 alimentos estudiados por el ente oficial. En el 31%, superan los límites legales impuestos por el mismo Senasa.

Cambiar snacks por frutas en la mochila de los chicos a la hora de ir a la escuela se convierte en una opción endeble: es cambiar ultraprocesados por agroquímicos. En su informe "El Veneno continúa llegando al plato - Alimentos y residuos de agrotóxicos en la Argentina", Naturaleza de Derechos explicó las consecuencias de los principios activos encontrados en las frutas y verduras: "el 75% actúan como alteradores hormonales, ya que son considerados disruptores endocrinos; el 49% son considerados agentes (probables o posibles) cancerígenos según la Agencia de Investigación del Cáncer (IARC); el 20% son considerados inhibidores de las colinesterasas (enzimas que permiten la transmisión nerviosa)".

El 48% de estos agroquímicos son insecticidas, el 41% fungicidas y el 10% herbicidas. Casi la mitad de ellos fueron prohibidos, parcial o totalmente, en la Unión Europea.

Se analizaron frutas y verduras de consumo popular: pera, manzana, tomate, naranja, uva, limón, durazno, lechuga, banana, mandarina, frutilla, pomelo, palta, papa, acelga, apio, zanahoria, cebolla, perejil, espinaca, trigo, maíz, rúcula, kiwi, ciruela, soja, radicheta, zapallo, ajo, berenjena, chaucha, pimiento, batata y poroto, entre otros.

Una ensalada con lechuga, tomate, pimiento (ají o morrón) y limón aporta a los comensales, respectivamente, 26, 30, 37 y 29 agroquímicos por unidad.

Otra ensalada, esta vez de frutas, puede llevar peras (35 agroquímicos), manzanas (33), uvas (30), naranja (30), banana (24) y durazno (28). Las peras, las manzanas y las naranjas se llevan el podio de las frutas con 35, 33 y 30 variedades de tóxicos. El pimiento levanta el trofeo mayor, con 37.

Según Naturaleza de Derechos, "el Imidacloprid fue el agroquímico con más presencia residual". Aparece combinado con hasta otros cinco más. Fue prohibido el año pasado en la Unión Europea.

En 2021 se habrán consumido en la Argentina 600 millones de kilos/litros de agrotóxicos.

La alimentación está acorralada por la imposición de un modelo que afecta a la salud: la industrialización extrema y la tecnología agropecuaria, acompañada de la transgénesis y los biocidas. Sería ideal que el estado fomentara la producción agroecológica, sin químicos ni transgénesis, que tiene una eficacia probada en numerosas y extensas experiencias. Pero se elige favorecer a las empresas que ofrecen (imponen) paquetes tecnológicos como si fuera la única alternativa de producción.

Los grupos de presión corporativa son muy poderosos. Los consumidores (45 millones), no.