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"La peor maldición para el pueblo judío no es la muerte sino el olvido", escribió Juan Weisz que le escuchaba decir a su abuela Ruth. Y lo escribió en esa suerte de obituario catártico con el que la homenajeó en una red social. Sería un error decir que con su escrito la recordó. Al menos en el estricto sentido de rememorar. No así en la raíz de la palabra que no es otra cosa que volver a pasar por su corazón. Es que Ruth Paradies de Weisz jamás integrará los arcones del olvido. Y si bien decidió, ya cansada, morirse el lunes pasado a los 98 años, no existe modo alguno de que muera su historia. Tan larga casi como un siglo entero. Una historia que es la crónica misma de la condición humana. Ella fue testigo de lo mejor y de lo peor. Y lo peor la asoló en infinitas ocasiones al punto de destrozar a su familia. La que la precedió y la que ella misma construyó junto a Ernesto Weisz.

A mediados de diciembre fue internada en el Sanatorio Otamendi, el mismo lugar en el que 43 años atrás nacía Juan en plena clandestinidad de sus padres, Marcelo y Susana. Y como el nieto recordaba este lunes, en el Cementerio Israelita de La Tablada, tras despedir a Ruth "murió en el mismo lugar en el que yo nací. Con esa circularidad que tanto le gustaba". Es que Juan irrumpió a la vida un 9 de noviembre de 1977, en el 39 aniversario de la noche de los cristales rotos, que tanto la marcó a Ruth a sus 16 años. Un episodio doloroso y traumático que le tatuó el alma y que reconstruyó en detalle para el libro "Ruth, entre Auschwitz y el Olimpo" –de esta periodista- cuando contó que "escuché ruidos. Se secuestraba gente. Vi la sinagoga rota, los vidrios de los negocios quebrados. Esa noche llevaron a un campo de concentración a un hermano de mi tío Moritz. Se lo logró sacar de allí con la condición de que saliera del país. Mi tío Moritz, que ya estaba afuera, logró llevarlo a Estados Unidos".

Un entero siglo

El nazismo le marcó a fuego la infancia; se devoró en Auschwitz a su mamá, Else Jacobsohn; desmembró a su familia, condujo a su hermana Margot a Inglaterra, a su tío Moritz a Estados Unidos y a ella misma a la Argentina pre peronista. Se engulló a primos y otros tíos. Le hizo conocer el terror de cristales estallados, de controles fascistas arriba de un tren, de no tener un puerto en el que desembarcar, ella y su grupo de scouts desde aquel barco Florida en 1939.

Y la historia argentina terminaría de cincelarle sus terquedades, sus fortalezas y sus debilidades. Cuando se devoró a su hijo Marcelo y a su nuera Susana y le dejó a un nieto bebé que, durante meses, vivió en su propia fragilidad corporal y emocional, las secuelas del secuestro. Con la muerte de su hijo Andy, en un accidente doméstico. Y con el dejarse morir de su esposo Ernesto, que no pudo soportar sobre sus hombros tanta tragedia.

Pero Ruth Paradies constituyó en sí misma el paradigma de la resistencia. De la existencia. Tras la muerte de su abuela, Juan Weisz –docente, hacedor del centro cultural Insurgente, horticultor agroecológico- escribió que "hace un tiempo escuché a una historiadora decir que, para los contemporáneos de los primeros años del 1900, el siglo XX empezó recién en los años 20, luego de concluida la primera guerra mundial que inauguró un nuevo ciclo. Es el siglo donde la bestialidad humana de Occidente terminó de coronarse en nombre del progreso y el desarrollo técnico. De la guerra total y el exterminio racional, calculado. La reflexión de la historiadora refería a que nosotros, contemporáneos del 2000, no nos hemos dado por enterados de que empezamos un nuevo siglo, el siglo XXI". Y que ese ciclo secular inició el 20 de abril de 1922 en Dortmunder Strasse 4, cuarto piso, a la izquierda, de Berlín y concluyó este último 4 de enero en Buenos Aires: "Estoy convencido de que lo que caracterizó a este siglo que acaba de morir hoy, no es su burocracia exterminadora sino al contrario, su fuerza vital. Su tozudez de aferrarse a la vida contra toda la ´banalidad del mal´". Y no es casual utilizar este concepto medular de Hannah Arendt. Ruth la admiraba profundamente. Y le preocupaban con hondura las pequeñas actitudes humanas individuales capaces de destrozar o de embellecer a una sociedad.

Los últimos tiempos de Ruth la encontraron ejerciendo aquella frase de cabecera que le transmitió su madre a ella y ella misma a sus hijos y a su nieto. "Todo lo que está en tu cabeza es lo único tuyo", le repetía en su niñez Else Jacobsohn, una mujer que en la Berlín multifacética y cultural de los primeros años del siglo XX estudió en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Berlín. Y por esos últimos días de diciembre pandémico de 2020, desde su profusa imaginación, Ruth conversaba con Else y recorría su cinematográfica historia sin necesidad de tecnologías ni aparatos. Proyectaba su propia película mirando durante días la pared en soledad.

Ruth fue feminista a su manera. Desde aquella praxis que implicó plantearle a su madre, a los 16 años, que dejaría Alemania como parte del grupo de 35 scouts judíos para viajar a bordo de un barco a un extraño y lejano país llamado Argentina. En los días de convivencia colectiva en un "petit hotel" de Anchorena 1309 que la treintena de scouts alquiló para la vida en comunidad. En su determinación de comprarse un Isard 300 para conducir su propio auto en una independencia que ejercía como imprescindible cuando viajaba de Buenos Aires a Miramar. En su trabajo exhaustivo hasta casi entrados los 96 años en gymnasia rehabilitadora (con "y" como escribió la misma Ruth en sus cartelitos artesanales durante la epidemia de polio de mediados de los 50).

Pero fundamentalmente Ruth fue pragmática, determinada y no se ató a dogmas más que a aquel de que "todo lo que está en tu cabeza es lo único tuyo". Se armó en torno de sí una coraza para evitar transmitir su dolor o su fragilidad. Pero acompañaba sus frases hacia quienes quiso con un "mi amor" que jamás abandonó.

Honrar la vida

Las propias contradicciones de su siglo la encontraron en la lucha colectiva en sus años jóvenes cuando zarpó a bordo del Florida y conviviendo en comunidad en el "petit hotel" de Anchorena pero afrontando en soledad al Estado represor que le arrancó a su hijo. Cuando golpeó puertas, escribió cartas o viajó a Estados Unidos para reunirse con Patricia Derian, entonces secretaria de Derechos Humanos del gobierno de Jimmy Carter. Cuando se plantó ante el represor "El Turco" Julián en su propia casa, durante las crueles visitas domiciliarias de Marcelo en medio de su desaparición, para decirle que no le pondría música de Wagner porque "no me gusta Wagner, no lo tengo". El represor la provocaba con el pedido, sabiendo de su judaísmo y conocedor de que Wagner era la música que sonaba en los campos concentracionarios alemanes mientras conducían a las víctimas a las cámaras de gas.

A Ruth Paradies la guió la determinación férrea de vivir y de honrar la vida. Un atardecer de aquel lejano abril de 1939, algunos de los jóvenes scouts judíos se reunieron en la proa del Florida. Una de sus jóvenes compañeras de exilio recordó para el mismo libro que "en general, estábamos muy callados, nadie pronunciaba palabra. Un día uno de nosotros dijo simplemente ''perdimos todo''. Y otro, a su lado, agregó: ''perdimos nuestra familia''. Y alguien más dijo ''perdimos nuestra patria''. Y otro agregó ''perdimos nuestra cultura''. Todos en círculo hasta quedarnos callados nuevamente. Cada uno siguió pensando sin decir nada más. Pero uno dijo de repente ''lo único que nos queda es la vida''". Ese despojo de todo fue tal vez una de las claves más rotundas para esa voluntad irrefrenable por vivir. O quizás lo fue, como piensa hoy el nieto, por aquello que fundamentaba Camus en "El mito de Sísifo" sobre la necesidad de afrontar filosóficamente la cuestión de la propia vida y si vale la pena vivirla. Y Camus advertía que "nada es una tragedia hasta que el héroe es consciente de su circunstancia".

Un breve manojo de seres queridos la despidió y colocó puñados de tierra con la mano izquierda en el caso de las mujeres y tres paladas en el caso de los hombres en el Cementerio Israelita de La Tablada. Un barcito porteño con cuatro sillas –una de ellas vacía, presintiendo su presencia indeleble en el lugar- para pensarla y dejarla ir. A sabiendas de que, como ella hubiese querido, no existe la muerte cuando no hay olvido.