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El martes 5 de agosto, Olavarría despertó violentamente en su pasado. La amputación de la memoria, mantenida con persistencia durante décadas, sostuvo la dignidad helada del recuerdo apenas para un sector. Una minoría ciudadana que buscó y siguió buscando apasionadamente los sótanos de la otra ciudad. Mientras el resto sólo sostenía la vida en superficie. El nombre de Ignacio Hurban nieto de Estela Carlotto fue una granada en medio de un cumpleaños. El estallido de la panza del dragón. Las pústulas que comenzaron a brotar como géiseres en una piel cementada de la que nunca debía salir nada. Pero apareció Pacho. Y la ciudad vivió un terremoto de 114 grados en la escala memorial. Y todavía no puede reponerse.

Guido Montoya Carlotto -que era y es Ignacio Hurban- creció en un paisaje idílico y feliz, en la estancia Los Aguilares. Incorporó los primeros aprendizajes de la vida en la escuelita de Cerro Sotuyo. Anduvo entre vacas y barrenos, entre trigo y pedregullo. Muy cerca del Monte Peloni, donde pocos meses antes de que llegara a manos de Juana María Rodríguez y Clemente Hurban una veintena de muchachos de la JP (Juventud Peronista) fueron torturados salvajemente en medio de la nada, donde nadie escucharía los gritos ni sentiría el dolor que brotaba por las hendijas. En un mes y cuatro días la ciudad sufrirá otro sacudón cimentario cuando se abra el telón de la Justicia y se llegue a la médula del horror en Monte Peloni.

La historia de Guido, la de Ignacio, la de Pacho, está íntimamente ligada a la de los 28 desaparecidos de Olavarría. A la de los presos y torturados. Fueron los mismos monstruos -que en realidad eran humanos, tan humanos que hasta pueden ayudar a cruzar la avenida a una anciana, banalidad de este mal digno de Hannah Arendt- los que lo robaron de la piel de su madre estragada por el castigo y dormida para el traslado. Los mismos.

Parece ser Carlos Francisco Aguilar quien habría traído el bebé a la casa de sus puesteros. Ella deseaba un hijo aunque no fuera de su vientre. Y su esposo también. El dueño de la estancia, ese hombre simpaticón, amigo de los militares, amante del hipismo, adoraba sus caballos. Y tenía en el Regimiento su espacio para compartir amores. De sus vínculos más o menos amistosos o bien sociales con militares de proyección nacional debería haber surgido la posibilidad de traer a Olavarría un bebé nacido en cautiverio, arrancado a su madre asesinada y negado a su familia de sangre, para que lo criaran los Hurban (ver nota aparte).

Y esa realidad no es antojadiza, si se analiza aquella Olavarría donde uno de los intendentes paradigmáticos de la ciudad aceptaba ser el intendente de la peor dictadura del siglo XX. Y donde empresarios, profesionales, estancieros y algunos periodistas ejercieron el poder junto a las Fuerzas Armadas en comunión con la certeza de que había que "aniquilar" a una juventud irreverente que había soñado con dar vuelta el mundo como a una media.

Todos los porqués

Mientras la Justicia Federal investiga con todas las puertas cerradas (después de que la propia jueza Servini de Cubría filtrara el nombre de Ignacio y le complicara absurdamente la vida) a cualquier fisura, la búsqueda de los porqués (por qué en Olavarría, por qué pudo ser Aguilar, qué militar, qué médicos) desde esta investigación sólo puede presentar vínculos y certezas, que no imputan: sólo definen objetivamente los lazos de aquellos días.

Dos eran los médicos de policía cuando esa vida mínima que era Ignacio cayó en un campo lindero a la ciudad, traído después de respirar apenas cinco horas en el pecho de su madre joven, martirizada y muerta muy poco tiempo después de crear vida en medio del infierno. Uno de ellos era un urólogo, Luis Seambelar. El otro, un ginecólogo, todavía en ejercicio. Augusto López Villamide, por su parte, era médico del Regimiento.

Seambelar declaró en diciembre de 2013 ante el juez federal de Azul, Martín Bava, que el ginecólogo mencionado era su jefe. El urólogo está procesado, con prisión domiciliaria en una casa de Mar del Plata, a pocas cuadras de la sede de Abuelas en esa ciudad. Ignacio Aníbal Verdura estaba al frente del Regimiento. Con más de 80 años también espera el juicio que vendrá en septiembre, cuando todas las ventanas se abran para ventilar tanto rancio y encierro.

Un año antes de que Ignacio - Guido llegara a Olavarría recién nacido, el abogado Carlos Alberto Moreno había sido secuestrado y asesinado por un grupo de tareas. Había investigado la enfermedad que padecían los trabajadores cementeros (silicosis) y complicado las finanzas de Loma Negra con los juicios ganados. El Tribunal presidido por el juez Roberto Falcone, condenó en marzo de 2012 a sus asesinos y, por primera vez, a dos civiles por delitos de lesa humanidad. A la vez, ordenó investigar a directivos de la cementera y a Jaime Smart, ministro de Gobierno de Ibérico Manuel Saint Jean. Smart es, además, quien entregó el centro clandestino La Cacha (La Plata) al Servicio Penitenciario Federal. Esa es la conexión que Olavarría tuvo con La Cacha en la etapa más oscura y cruel de la dictadura: Patricia Pérez Catán declaró ante la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas) desde su exilio en Ginebra que vio al abogado olavarriense desaparecido José Alfredo "Pepe" Pareja en La Cacha hasta junio de 1977 cuando fue "trasladado" y nunca más se supo de él. Se supone que allí mismo -o en una maternidad de la Provincia- Laura Carlotto habría dado a luz a un bebé al que llamó Guido, pero que fue Ignacio durante 36 años.

Partos, adopciones, apropiaciones

Durante la crónica reciente de la ciudad, el tejido de historias sobre niños vendidos por un lado e hijos de desaparecidos en familias troncales es abundante. Hay quienes sospechan que varios deben sostener los nervios en punta en estos días, cuando la aparición de Ignacio - Guido revolcó la memoria polvorienta y anquilosada. Son varios los nombres de familias -en general profesionales- que dice la leyenda que criaron hijos apropiados. Pero nadie nunca sospechó que ese músico cálido y talentoso podía ser una de las historias más impresionantes y ocultas de toda la vida local.

Olavarría vivía con un silencio de cemento y de cementerio. Nadie hubiera osado preguntar ni dudar ni hurgar en determinados niños que crecían al lado de padres a quienes no se parecían, sin fotos de embarazos de sus madres. Generalmente no se les decía a los niños la verdad. El derecho a conocer la identidad creció con la madurez democrática, tanto en adoptivos como en apropiados. Pero en la ciudad todo se ocultaba bajo las anchas avenidas.

A la hora de un nacimiento, los médicos certificaban que habían asistido o constatado un parto. La pregunta a responder es -entre otras muchas- cuál de las dos modalidades eligió el firmante para justificar la inscripción de Ignacio.

Al anotar a un recién nacido el protocolo era doble: uno quedaba en Olavarría y otro en La Plata. Pero la subsistencia de los documentos en una y otra dependieron de la misma tragedia: las inundaciones de 1980 y de 2013. En la más cercana se perdieron casi todos los protocolos en los archivos de la oficina de 1 y 60.

En Olavarría, el Registro Civil funcionaba, en 1980, en Coronel Suárez entre Lamadrid y Moreno. El día antes de la inundación había empezado a llover como para el segundo diluvio universal. Se estaba terminando de construir la sede de Belgrano, por lo que las autoridades del organismo -con una sensación de fin de mundo al mirar al cielo- se comunicaron con el intendente Carlos Portarrieu porque creían conveniente salvar los libros de protocolo que ya estaban atados con sogas de a tres, como para la mudanza próxima.

El Municipio mandó una camioneta con una lata y una lona para poner en el piso. Pero decidieron el traslado en la caja, sin vacilaciones. Se fueron a tiempo, ese 27 de abril por la tarde, los protocolos desde 1886 hasta 1979. Abarcaban Loma Negra, Sierras Bayas, Hinojo y algunos de Bolívar; en 1976 los militares habían cerrado las delegaciones para concentrar todo en Olavarría. En la sede de Belgrano apenas entraron 10 centímetros de agua y los libros estaban sobre los escritorios. Los que se humedecieron, gracias al uso de las fieles biromes, no tuvieron el inconveniente de exhibir datos borroneados.

Según pudo saber esta investigación, en 1978 se completaron cinco tomos de nacimientos. De acuerdo con la fecha en que Pacho Hurban hizo su entrada en la vida, debería estar anotado en los finales del tercer tomo o en los principios del cuarto. La ubicación está atada a la fecha en que se labró el acta. Hoy los archivos son inaccesibles a la prensa por decisión judicial.

Pero la verdad suele tener patas muy largas, al revés de su compañera de disputas. Y soporta el paso del tiempo, el deterioro, las desmemorias y las inundaciones. Lo soporta todo, como el amor en la carta a los Corintios. Y un día revienta, para salpicar a los que la niegan. En eso anda.