Las tres muchachas fueron incapaces de moverse cuando la puerta se abrió y un Gardel sonriente les dio la bienvenida. Estelita entró en primer lugar al camarín, recién entonces Victoria y Dorita la siguieron.

-Buenas noches, pebetas -las saludó el Zorzal mientras sus dedos seguían rasgando las cuerdas de su guitarra.

-¡Buenas noches, señor Gardel! -respondieron las tres al unísono.

-De señor nada que no soy tan viejo, che. Carlos a secas o me pueden decir Carlitos nomás.

Victoria, después de saludarlo se quedó muda. Lo miraba y no podía creer que ese hombre vestido con un elegante traje oscuro y el pelo engominado fuese su adorado Gardel.

-Verá, Carlitos -empezó a decir Estelita- queríamos venir a verlo porque mi amiga Victoria es su admiradora más fiel. ¡Y eso no es todo! Si usted la oyera cantar tango con esa voz tan dulce que Dios le dio, también se volvería su admirador. ¡Se lo aseguro!

Victoria le dio un sutil codazo a su amiga, lo que provocó que tanto Carlos como los músicos que lo acompañaban estallaran en una carcajada.

-No... no le haga caso, Carlos -se disculpó Victoria apenas pudo salir de su estupor-Estelita exagera... como siempre. -¡Dios, encima estaba tartamudeando! Quería hacerse pequeñita y que el suelo se la tragase.

-¿En serio cantás? Y decime purreta, ¿cuál es tu nombre?

-Victoria... Me llamo Victoria -contestó toda vergonzosa. Gardel tenía una forma de mirarla que se le subían los colores a la cara.

-Lindo nombre -le dijo, dejando la guitarra a un lado. Se puso de pie, miró de reojo a sus compañeros y se les acercó-. Me gustaría mucho escucharte cantar, Victoria, pero en unos minutos los muchachos y yo debemos salir al escenario. ¿Por qué no nos vemos después? Nosotros vamos a estar matando el tiempo en la confitería de acá al lado porque tenemos que esperar más de dos horas el tren que nos lleve de regreso a Buenos Aires.

Victoria movió la cabeza con tanto arrebato cuando dijo que sí, que se sintió culpable por acusar a Estelita de exagerada. ¡Gardel acababa de pedirle que se vieran más tarde! ¡La estrella máxima de la canción ciudadana quería oírla cantar! Si todo aquello era un sueño, no deseaba despertarse. Fue la voz de uno de los empleados del París la que interrumpió sus pensamientos. Tuvieron que irse porque ya comenzaba el recital. Las tres muchachas le prometieron a Gardel que lo esperarían en la confitería y él se despidió de ellas con un insolente guiño de ojos que las dejó suspirando.

*

El comisario Peralta no entendía esa devoción que sentía Eulalia por Carlos Gardel. Él había escuchado algunos de sus tangos en la vieja vitrola que había heredado de sus padres, y aunque debía reconocer que tenía talento, él prefería endulzarse los oídos con la cálida voz de Ada Falcón, quien era conocida como La Joyita Argentina. Había prometido acompañarla y allí estaban, de pie en el extenso pasillo del Cine-Teatro París, haciendo cola para poder entrar. La fila llegaba hasta la puerta y los iban dejando pasar muy lentamente. Peralta miró su reloj. El recital estaba anunciado para las nueve y cuarto. Faltaban menos de quince minutos. Mientras iban avanzando volvió a pensar en la visita que esa mañana él y el agente Rivas habían hecho al Club Estudiantes después del testimonio del único testigo que se había presentado hasta el momento. Por desgracia, nadie en la institución deportiva supo darles alguna información valedera. Durante las noches, un sereno se encargaba de vigilar el club. Cuando hablaron con el sujeto y les dijo que no había visto nada extraño, supo que se volvían a topar con un callejón sin salida. Quizá Atilio Luna se había equivocado o era posible que esa persona que aseguraba que pasó corriendo a su lado, no hubiese sido más que un transeúnte que iba de prisa porque llegaba tarde a algún lado. Odiaba no tener pistas firmes; sobre todo cuando el caso que estaba investigando podía ser la clave para encontrar el asesino de Alcira.

Una mujer mayor, enfundada en un sofisticado abrigo de piel parecía tener más prisa que los demás en entrar al salón principal del París. Cuando intentó quitarle el lugar a Eulalia en la fila, el comisario le mostró su placa de identificación -la que llevaba siempre encima por cualquier eventualidad- y fue suficiente para que la señora retrocediera. Eulalia ni cuenta se dio de su acertada maniobra. Cuando por fin lograron entrar, la siguió hasta una de las primeras filas. Quería estar lo más cerca posible de escenario y él no se lo iba a impedir. Incluso estaba dispuesto a mostrar de nuevo su placa policial para que la fiel Eulalia cumpliese su sueño esa noche. La mujer que hacía apenas un par de minutos había intentado pasarlos en la fila, les hizo señas de que se aproximaran.

-Si lo desea, comisario, pueden sentarse aquí conmigo -les dijo, ofreciéndoles un par de butacas que permanecían vacías-. Mi marido iba a venir, pero un inoportuno resfrío lo tiene a mal traer y el otro puesto vacante es el de mi hermana, quien también decidió quedarse en casa esta noche.

El olfato del comisario Peralta, demasiado fino después de llevar en la policía casi diez años, le decía que esa pobre mujer estaba siendo engañada. Aceptaron su oferta y se acomodaron junto a ella, en la segunda fila, justo frente al escenario como quería Eulalia. De a poco, el lugar se fue llenando. Inquieto, quizá más que de costumbre, Peralta se puso a mirar por encima de su hombro. Era un público variado, aunque predominaba la gente con ropa elegante y joyas carísimas. De repente, una mujer captó toda su atención. Fue posar sus ojos en ella y sentir que el corazón le daba un vuelco en el pecho. No podía ser... La vista debía estar jugándole una mala pasada. A medida que se acercaba a él, su respiración se aceleró.

-Alcira... -susurró, a sabiendas de que era imposible que fuese ella. Cuando reparó en el joven que la acompañaba, el mundo se le vino encima. ¿Qué hacía con Lautaro Madariaga?

*Los capítulos anteriores de esta atrapante novela en entregas, los podés leeracá