Marite Rumbo (*) / contactoskolbe@gmail.com

El 8 de febrero de 1858, la Virgen María se apareció en la Gruta se llama Massabielle, (que significa peña vieja) en Lourdes, Francia a una joven llamada Bernardita. Desde ese momento todo cambió: la vida de la joven, porque fue el corazón elegido para abrir la fuente de gracia y sanaciones para toda la humanidad; la vida de la Iglesia, porque la Virgen vino a pedir un santuario, un lugar para recibir a sus hijos, darles consuelo y sanación, especialmente a los que sufren y a los enfermos.

La Virgen en Lourdes se presenta: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Nos regaló allí un manantial, una fuente de agua milagrosa, una fuente de amor y de sanación. Ella recibe, ilumina y sana con amor maternal a los millones de hombres y mujeres que llegan para beber esa agua. Nos lleva a un encuentro privilegiado con el amor vivo en la Eucaristía, hace brillar la esperanza y el amor, al dar el primer puesto a los enfermos, pobres y pequeños. Le pide a Bernardita que ore con fervor y sencillez e invita a ir a visitarla en procesión. Lourdes es un lugar de luz, porque es un lugar de comunión, esperanza y conversión. María nos enseña a orar y hacer de nuestra plegaria un acto de amor a Dios y de caridad fraterna. Nos invita a descubrir la sencillez de nuestra vocación: ¡Basta con amar! 

Decía el papa Benedicto XVI: "...el misterio de la universalidad de Dios a los hombres, es el que María reveló en Lourdes. Ella invita a todos los hombres de buena voluntad, a todos los que sufren en su corazón o en su cuerpo, a levantar los ojos hacia la cruz de Jesús para encontrar en ella la fuente de la vida, la fuente de la salvación".

También el papa Francisco, en su mensaje para la 30 Jornada Mundial del Enfermo, nos recuerda: "este día nos hace volver la mirada hacia Dios, que siempre mira a sus hijos con amor de padre, incluso cuando estos se alejan de Él". (…) La misericordia es el nombre de Dios por excelencia, que manifiesta su naturaleza, no como un sentimiento ocasional, sino como fuerza presente en todo lo que Él realiza. Es fuerza y ternura a la vez. Por eso, podemos afirmar con asombro y gratitud que la misericordia de Dios tiene en sí misma tanto la dimensión de la paternidad como la de la maternidad, porque Él nos cuida con la fuerza de un padre y con la ternura de una madre, siempre dispuesto a darnos nueva vida en el Espíritu Santo".

 Que aprendamos de la Virgen María a vivir como hijos de la luz, para ser testigos cada día, en nuestra vida de que Cristo es nuestra luz, nuestra esperanza y nuestra vida.

(*) Marite Rumbo, consagrada a la Virgen, Tandil.