Silvana Melo / smelo@elpopular.com.ar

Un hijo renunciante a la paternidad de su padre de sangre, de adn, de carnadura y hueso, aparece como una insolencia filiatoria. Las cosas suelen darse al revés: los padres son los que renuncian a sus hijos o los desconocen o los resisten. La paternidad, el nombre del padre, su autoridad como vértice superior de la trinidad, es imposible de desconocer por parte de la hijedad. Palabra naturalmente inexistente. Así como el cúmulo de todas las culpas está depositado psicoanalíticamente en la madre, el padre recibe todas las indulgencias. Desde su vecindad a Dios hasta la génesis de los mandatos más regentes de las vidas, ha sido coronado con la intangibilidad. Por eso la muerte de Miguel Etchecolatz, uno de los más terribles genocidas de esta historia, se trajo también en la maleta una renuncia a la paternidad: su hija logró legalmente el cambio de apellido y la decisión de ya no sostenerlo como padre. Acaso ésa es una derrota más resonante que las nueve condenas a perpetua que recibió hasta el año antes de los 93, edad en la que murió.

El concepto demoledor de ex hija –denominación adoptada por Mariana Dopazo- produce la avería definitiva de un mandato. El más potente, el más letal en el desarrollo de una vida libre y exculpada: "honrarás a tu padre y a tu madre para que tengas larga vida sobre la tierra". Cuarto mandamiento, extendido a Efesios 6:2-3 y Exodo 20:12 de la Biblia, libro sagrado de la cultura judeocristiana. Una cultura profundamente enalteciente de la culpa y de la sumisión.

"El mandato de la familia sacramental y patriarcal exige sin apelación posible que haya madre (mamá) padre (papá) y dos hijas o hijos. Familia tipo. Familia del sentido común", define el psiquiatra y psicoanalista Alfredo Grande a EL POPULAR. "En el contexto de la cultura patriarcal el padre no es negociable. En el nombre del padre… sigue siendo mandato fundacional del orden vincular, grupal y social", determina.

Mientras la literatura sacramental y patriarcal, como adjetiva Grande, cuenta con profusos textos laudatorios de la paternidad no hay, sin embargo, libro que defina qué hacer cuando el padre implícito es un ícono del mal. O bien, simplemente, un asesino, un abusador, un ruin que aportó su carga genética en la construcción de un ser humano a quien se lo obliga a honrarlo. Como el círculo perfecto del mandato déspota de honrar a cualquiera. Que fue padre tan sólo porque lo permitía la naturaleza.

Las marcas

Miguel Etchecolatz pasó a ser un ícono. Además del mal, además de ser el peor de su época, fue el padre al que su hija renunció. La psicoanalista Fabiana Rousseaux, Directora de Territorios Clínicos de la Memoria recuerda la experiencia en 2017 de dos "ex hijas", Ana Rita Vagliati y Mariana Dopazo (ex hija de Etchecolatz), "que apelaron a la ley para quitarse el apellido de sus progenitores", basadas "en las marcas subjetivas que las historias de terror y muerte encarnadas por quienes eran sus respectivos padres produjeron en la construcción de sus identidades". Cambiar sus apellidos era "hacer lugar al deseo de otra cosa". Ambas, en distintos momentos, pidieron a la justicia una "excripción" de sus apellidos, con un argumento inédito "referido a la ofensa, la deshonra, el dolor y el horror que provocaron en sus vidas, los actos genocidas de sus progenitores, obligándolas a sostener un apellido vinculado a lo que ellas mismas denominaron como una herencia mortífera que no las representaba".

Fue entonces Etchecolatz, muerto la semana que pasó, quien generó la avería del hijismo impuesto. El que fue jefe de la feroz policía bonaerense de la dictadura mereció la primera condena por genocidio en la justicia del país. Fue pionero en el mal y en la posibilidad de reivindicación de sus víctimas: los muertos, los torturados, los desaparecidos y su ex hija.

Fue eso el ex padre Etchecolatz: fue el represor que provocó la desaparición de un testigo clave en su propio juicio, aun desde la cárcel: Jorge Julio López. Se murió sin decir jamás dónde fueron a parar sus huesitos. Fue, Etchecolatz, el que se llevó el secreto de los más de cuarenta años de vida de Clara Anahí Mariani Teruggi, secuestrada a los tres meses y medio en un operativo con él al mando.

Por eso su hija de sangre se declaró "ex hija" y pasó a llamarse Mariana Dopazo. Porque "se puede ser otra cosa; no estamos enganchados a un destino trágico como si fuera una ópera o como un Ícaro lanzado al sol", dijo a Ana Cacopardo en "Historias debidas". De esta manera decretó la prescripción de la paternidad del peor de todos. Del torturador, del criminal, del hombre que legitimó la vecindad del crucifijo y la picana; del genocida, del que se reía mientras infligía el dolor más profundo en la carne y el más ardiente en el alma; del que conservó poder sobre su policía bonaerense aun en condena efectiva; del que mandó a secuestrar y desaparecer a un hombre que lo había sepultado con su testimonio, aun en plena custodia por parte del estado democrático.

Función paterna y deseo

"Para la cultura represora es fundamental que la función paterna la ejerza el padre varón. Porque de esa manera garantiza que no haya oposición alguna entre "función paterna" y género", analiza Alfredo Grande.

"El tema es cuando no hay padre, o lo hay en condiciones deficitarias, o lo hay pero sería mejor que no lo hubiera"; para esa "frecuente situación", dice el psicoanalista, "la cultura represora acuñó una falsedad: 'padre ausente'. El padre no es un espermatozoide. El padre está presente y es justamente en su presencia que se construye como tal. El padre no es origen, el padre es destino", profundiza. Entonces "si está ausente, no es padre. Si es padre, tiene que haber presencia. La forma de superar esta paradoja de la cultura represora es sostener que más importante que la madre y el padre y más allá de las perspectivas de género de esas maternidades y paternidades, es que la función paterna y materna siempre se sostienen sobre la potencia creativa del deseo". 

Desear ser padre. Y desear ser hijo o hija de ese padre.

Dice Fabiana Rousseaux que de dos fallos judiciales surge "el reconocimiento jurídico de una razón potente para dar lugar al cambio de apellido de un/a ciudadano/a, referido al impacto doloroso que pueden provocar los actos genocidas al interior de la propia estructura (intra)familiar de sus responsables". Es decir que "el genocidio puede provocar efectos traumáticos a nivel subjetivo, en quienes están obligados a sostener una identidad jurídica que no las/os representa". Para la psicoanalista, "esos apellidos no hubieran significado lo mismo si el genocidio no hubiera tenido lugar" y tampoco si el aparato judicial del Estado no hubiera sancionado a los responsables de los crímenes. Esas sanciones legitimaron socialmente la culpabilidad de esos padres.

Final de padre

Etchecolatz murió a los 93 años. Ya había dejado de ser padre. 

Fue anulado su derecho a enarbolar el mandato ancestral.

Hizo entrar en extinción el poder de la cruz como símbolo del hombre que vino a morir en manos de asesinos como él.

Averió para siempre el mandato de la honra al padre a ojos cerrados y a cabeza inclinada, a golpes de sumisión.

Tan larga fue la vida que vivió Etchecolatz, larga como la prometida en el mandamiento y condicionada a la honra del padre y la madre. O acaso haya vivido una vida tan larga para recibir nueve condenas a prisión perpetua. La primera de ellas por genocidio.

Acaso esa vida larga le fue impuesta para no ser honrado como padre. O acaso para dejar de serlo.

Hay una ex hija que se mutiló el apellido para no verlo en su documento. Para no sentirlo cuando firma. Para que no la miren cuando la llaman en un consultorio. Para decidir que "no le permito más ser mi padre".

Para dejar en claro ante todos los hijos del mundo que se puede derogar tanto la paternidad como la hijedad, palabra que no existe y no es casual que no exista. Que no se honra a cualquier padre. Y que el ícono del mal dejó de ser padre y de ser honrado.

Para dejar en claro que ese hombre cumplirá, en el plano que esté o en la mismísima tierra de su sepultura las nueve cadenas a perpetua. Tan eternas, las cadenas, como la vida a la que pretendió acceder en su absurda imprecación a Jesús en su último juicio.