Daniel Puertas

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Laura Carlotto y Oscar Walmir Montoya tuvieron sueños y pelearon por ellos. Eran tiempos donde buscar un sitio desde donde cambiar el mundo era más un imperativo moral que una elección. Eran días de ira y esperanza, de pasión y sacrificio.

Las doctrinas parecían contener las claves secretas del mundo. La duda era reaccionaria y la pasividad una traición.

Laura y Oscar se amaron en esas horas turbulentas. Quizá desesperadamente, con el presentimiento de que el tiempo se agotaba. Los días duros llegaron rápido. Nunca fue una guerra. La disparidad de fuerzas, de entrenamiento, de vocación militar, era inconmensurable.

Con plena conciencia de esa realidad, los asesinos planificaron meticulosamente la masacre. Entre miles de jóvenes en lucha, eran escasísimos los que tenían algún tipo de entrenamiento serio que no fuera exclusivamente intelectual. Los poemas sobreviven a las balas pero no las detienen.

Oscar y Laura cayeron en la red perversa tejida muy prolijamente por los verdugos. Pero se habían amado, quizá desesperadamente.

Mirando las cosas retrospectivamente, el amor y la militancia eran inseparables. Se militaba por amor al pueblo, a un ideal, a un sueño colectivo. El destino fatal de la condición humana de caer en las peores atrocidades en aras de las más bellas ideas no fue ajeno a la gran tragedia común.

Pero por algún motivo imposible de aprehender por la razón, el amor, más tarde o más temprano, termina por sobreponerse a todas las desventuras, de una u otra manera, trascendiendo al tiempo y a las personas.

Eternas, dolorosas y amargas debieron ser las horas del cautiverio y la tortura para Laura y Oscar. Pero no habían desaprovechado su oportunidad y la confluencia del río de sus sangres ya habían generado otra corriente, todavía mínima y temblorosa pero ya invencible.

Es difícil que no hayan presentido en los minutos dulces que suceden al amor que su destino sería aciago. Vivían clandestinamente y eso siempre socava el ánimo, agudiza las percepciones. Por estos días hay quienes, haciendo la salvedad que está muy bien alegrarse y emocionarse por la recuperación del nieto robado, recuerdan (y hasta suena como una advertencia) que el Puño y Laura estaban actuando mal en aquellos días, aunque ya no usan esos vocablos que tanto fatigaron de "terrorista" o "subversivo".

En realidad, en 1977 los dos jóvenes habían quedado, por los actos de los propios verdugos, en una situación legalmente irreprochable. Si formaban parte de una organización armada que luchaba contra el gobierno de facto no hacían más que cumplir el mandato constitucional -según la Carta Magna de la época- de armarse en defensa de la patria y de la Constitución.

La reforma de 1994 concede a todos los ciudadanos el derecho de resistencia en circunstancias de ese tipo. Al usurpar los derechos del pueblo y arrasar con la Constitución, los militares incurrieron en el delito de sedición y se ganaron a pulso el calificativo innoble de "infames traidores a la Patria", para el que tanto las leyes de entonces como las actuales contemplan las penas más severas.

Por otra parte, el derecho acuñado a través de milenios consagra a los pueblos el derecho de resistir a los tiranos.

Valga esta aclaración para tratar de que no se perpetúen peligrosas confusiones.

Si Laura, Oscar y sus compañeros podían ser acusados de sedición cuando existía un gobierno democrático, la comisión de ese delito desapareció cuando las Fuerzas Armadas tomaron el poder e inauguraron una larga y siniestra noche de siete años.

Seguramente ambos soñaban con la victoria que premiara sus muchas desventuras, con el fin del terror. Y al ser capaces de amarse se sentían invencibles. Y en realidad lo fueron.

Si ni hubo multitudes desfilando junto a ellos para festejar la derrota de la tiranía, una vida más tarde hubo millones de personas que celebraron su amor en una extraña, inédita, comunión colectiva. No se generó por esa corriente turbulenta que generan las masas.

Esa comunión se dio desde los hogares. La emoción por el reencuentro de la abuela Estela con el nieto Guido e Ignacio tenía algo más, aunque eso que anidaba en los corazones no fuera procesado por la mente.

Era la celebración del amor de Laura y Oscar. Cerca de cuarenta años después esa criatura que Laura fue construyendo en su vientre rodeada de carceleros, que tuvo apenas unas horas junto a su piel antes de que se la arrebataran aparecía para permitirle a millones de argentino que celebraran el amor.

Fue la más hermosa de las victorias. Ni el odio, ni la tortura, ni las balas, ni la suma del poder fue al final más fuerte que el amor del Puño y de Laura.

Si existe la vida después la muerte, ellos lo saben.

Esta puede ser una historia con moraleja que cada uno deberá descubrir. Pero hay, además, una conclusión política, tal como hubieran querido Laura y Oscar. Que tiene que ver con esas madres y esas madres de madres que durante casi cuarenta años buscaron a sus hijos y a sus nietos asumiendo las diversas caras del sacrificio heroico sin advertirlo y sin que les importara.

Esas madres, algunas de las cuales se convirtieron en hijas de sus hijos para proseguir la lucha eterna entre opresores y oprimidos, entre el amor y el odio, entre el bien y el mal, dejaron, sin proponérselo, una enseñanza política irrefutable y reconfortante.

Que a un país capaz de parir semejantes madres no hay nada ni nadie, por poderoso o perverso que sea, que le pueda clausurar el futuro.

Y eso ya lo demostró la historia reciente.