Claudia Rafael

crafael@elpopular.com.ar

Uno de los grandes amores de los chicos palestinos sigue siendo el fútbol.

Los ojos de gran parte del mundo están hoy puestos en el Maracaná. La Argentina se enfrentará en unas horas a Alemania y los nacionalismos resurgen por un rato en euforias que muestran a perros con pañuelos celeste y blanco, a niños con los rostros pintados, a banderas que unifican por unas horas y -como dice Serrat- "comparten su pan, su mujer y su gabán, gentes de cien mil raleas".

Las pasiones hunden en la desmemoria y, lejos del territorio hondo de la inequidad compartida, los hinchas brasileños se visten de negro y rojo mientras los argentinos (incluyendo a los granaderos) les piden que cuenten qué se siente "tener en casa a tu papá". Lejos, a miles de kilómetros y más allá de los océanos, la masacre crece y devora. Pero no es tiempo de mirar. Porque el show debe continuar y genocidios hubo siempre y habrá.

Y los pibes palestinos, tan fanáticos del fútbol (tanto que en enero escribieron a Ban Ki-Moon, secretario general de la ONU, para que los ayudara a recuperar la pelota que se les había escapado más allá de la valla que tajea territorios), saben que del cielo sólo llueve muerte. Saben que en menos de una semana hubo (hasta ayer, al menos) 120 muertos, de los cuales unos 30 eran chicos como ellos. Y que el 70 por ciento de los más de 900 heridos también lo eran.

La nota completa en la edición impresa