Daniel Puertas

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Nadie puede saber hoy cuál es la profundidad de los daños que la exposición descarnada del delito presuntamente cometido en perjuicio de Magalí dejará en su mente y en sus relaciones sociales, la mayoría tal vez en construcción. Pero seguramente son graves, muy graves.

No solamente los medios tuvieron una actuación cuestionable. La celeridad con la que el fiscal informó que la niña cuya identidad ya había sido revelada a todo el país había sufrido un abuso sexual, delito grave que deja secuelas permanentes es, cuanto menos, inaceptable.

Previsiblemente, se argumentará que "la gente quiere saber" qué había ocurrido en un caso que había merecido tanta y comprensible difusión. Pero hay un detalle simple: los intereses de la niña debieron haber sido puestos por encima de toda otra consideración.

Eso no es sólo un imperativo ético sino también legal, no sólo por las normas internas del país sino por los tratados internacionales suscriptos.

La ley prohíbe la difusión de la identidad de un niño involucrado en un delito, sea como víctima o como autor, así como de todo otro dato que puede facilitar su individualización. En el caso de Magalí, es cierto, la identidad se difundió antes de que se supiera que había sido víctima de un delito.

Lo lógico, si hubiera primado la necesidad de proteger a la niña por sobre los intereses de los medios, hubiera sido suprimir esa información, rodear toda la investigación del mayor secreto, advirtiendo incluso a los periodistas que incurrirían ellos a su vez en un delito al dar a conocer esas circunstancias y apelando a la ética y también, aunque resultara ingenuo, a su buen corazón.

Nada de eso se hizo. El único cambio fue que las mismas fotografías de Magalí que fueron exhibidas ante millones de personas por la noche aparecían veladas. Magalí fue revictimizada tal vez con mayor placer que el obtenido por su presunto primer victimario durante horas, sin piedad, con el habitual recurso de disimular la falta de idoneidad profesional con la persistencia del golpe bajo.

El padre de Magalí agradecía ante las cámaras de televisión el apoyo que le habían dado durante la búsqueda. Quizá en esas horas de angustia no advirtió de qué forma cruel se lo estaban cobrando a un precio tan alto que puede no alcanzarle toda una vida para pagar.

La historia triste de Magalí no es la única en la que el afán por alimentar el morbo colectivo para obtener beneficios económicos de ello arrasó con las normas de protección de la niñez con derivaciones tremendas. La comisión de senadores bonaerenses que investigaron el secuestro y asesinato de la niña Candela Sol Rodríguez, de la misma edad que Magalí, llegó a la conclusión que el aluvión informativo, originado en la Policía en función de sus intereses y aprovechado por los medios para los propios tuvo una influencia decisiva en el crimen.

En el informe se transcribe un testimonio del periodista Esteban Rodríguez, abogado, profesor universitario y autor del libro "Justicia mediática", que concluye señalando que "la muerte de Candela se explica también en la mala praxis periodística".

Para la comisión investigadora, los secuestradores, ante esa explosión mediática, se sintieron acorralados y optaron por matar a la niña.

Esteban Rodríguez planteó la necesidad de establecer un protocolo, "reglar las prácticas periodísticas para ganar en calidad, seriedad y responsabilidad informativa. Hay que adecuar la práctica periodística a estándares que sean respetuosos de los derechos humanos y la democracia, respetuosos de los derechos de las víctimas y los niños, pero también de los ciudadanos".

El artículo 16 de la Convención de los Derechos del Niño establece que "ningún niño será objeto de injerencias arbitrarias o ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia ni de ataques ilegales a su honra y a su reputación".

Dada la circunstancia que la irrupción de los medios en principio tuvo el fin, loable, si fuera sólo eso, de contribuir a la búsqueda de la niña desaparecida, habrá quienes aseguren que en este caso meterse en la vida privada de Magalí no fue una acción "arbitraria o ilegal", pero no es así.

El objetivo de esta clase de normas es, no está de más reiterarlo, la protección del niño y del adolescente. Es decir, que todo lo que conspire contra ese fin es "arbitrario o ilegal".

Ningún derecho es absoluto. Ni siquiera el de informar y de ser informado, uno de los pilares de la democracia.

La legislación española de protección del menor establece que "la difusión de información o la utilización de imágenes o nombre de los menores en los medios de comunicación que puedan implicar una intromisión ilegítima en su intimidad, honra o reputación, o que sea contraria a sus intereses, determinará la intervención del Ministerio Fiscal 14, que instará de inmediato las medidas cautelares y de protección previstas en la Ley y solicitará las indemnizaciones que correspondan por los perjuicios causados".

Esta normativa toma como base precisamente la Convención de Derechos del Niño. Cualquiera puede conjeturar cómo puede afectar a Magalí todo lo que de ella y su episodio amargo han dicho y escrito unos cuantos medios, cómo puede enfrentar a sus compañeros de colegio, qué cosas puede escuchar.

Magalí, apenas doce años ¿quedará alguna esperanza para ella después de haber sido abusada una, mil, un millón de veces por personas que olvidaron la ley, la ética, la moral y el corazón?