Daniel Puertas

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Los familiares de los primeros muertos de Donetsk quizá obtengan el flaco consuelo de ver algún día que la historia recoge sus nombres como los primeros caídos de una nueva etapa en la configuración del mundo.

Lo cierto es que los últimos acontecimientos marcan el fin de una etapa en los anales de la civilización. Si lo que viene será mejor o peor aún está por verse.

Ya quedó en claro que la anexión de Crimea a Rusia no era el principio y no el fin de un proceso. Con similar ímpetu al de los jerarcas de la extinta Unión Soviética y de los zares, Rusia salió a disputarle a Europa y los Estados Unidos la hegemonía en el planeta.

Aunque los expertos occidentales aseguren que el poderío militar ruso dista de ser extraordinario, lo que le queda es suficiente para aniquilar más de un planeta como la Tierra, por lo que resurgen los viejos temores de un holocausto nuclear, que dominaron el mundo durante la anterior Guerra Fría.

Después de la caída de la URSS, Occidente trató a los rusos como a un pueblo vencido, dejándolo librado a sus propias fuerzas y ocupándose solamente de hacer buenos negocios en los mercados que aparentemente se le abrían al levantarse la Cortina de Hierro.

Seguramente no es casual que después de 1992 el neoliberalismo se apoderara definitivamente de la escena y que toda una generación de cultores del capitalismo salvaje se sintiera con las manos libres para vampirizar a cuantos países podían, generando en pocos años la crisis financiera de la que nadie aún se ha recuperado del todo.

La otra víctima

La humanidad aún no ha conseguido construir un sistema de organización capaz de resolver los conflictos entre las personas ni las naciones. La democracia, sino el mejor al menos el menos malo, está convirtiéndose en una víctima más de los enfrentamientos de la época.

El depuesto presidente ucraniano Viktor Yanukovich tenía legitimidad democrática. Pero los manifestantes de la plaza de Maidan, en Kiev, lo derrocaron con el indisimulado apoyo de la Unión Europea cuando decidió que quería que su país estuviera del lado ruso y no del occidental.

El viejo dogma de la diplomacia estadounidense de que la democracia es buena sólo cuando la dominan quienes están con nosotros revivió y fue puesto en práctica nuevamente por Occidente, tal como ocurre por estos días en Venezuela.

Los rusos nunca se preocuparon mucho por la democracia y no tienen demasiada experiencia en ella, por lo que tampoco la pobre puede esperar mucho por ese lado.

Convengamos en que un gobierno elegido por la mayoría de un electorado no necesariamente será bueno. Puede incluso llegar a ser muy malo, pero la democracia supone el compromiso de respetar los mandatos y en caso de que el gobernante ungido por las urnas sea tan rematadamente malo que sus actos lleguen a amenazar el sistema mismo, las constituciones contemplan los mecanismos legales a seguir para interrumpir antes de tiempo su administración.

A pesar de toda su larga y muchas veces apenas supuesta defensa de la libertad y los derechos civiles, los Estados Unidos recién tuvieron una democracia plena a partir de 1965, cuando le concedieron el voto a la población afroamericana.

Las grandes potencias pocas veces le concedieron una importancia real a la democracia. Siempre primaron más los instintos de conquista que el respeto por los pueblos. Eso es lo que hoy se está viendo de manera descarnada, cruel.

Renace lentamente la teoría del "espacio vital" que embarcó a tantos autócratas en la tarea innoble de someter o, de lo contrario, exterminar a los pueblos que se presentaban como una barrera a sus intereses.

Las guerras del petróleo han sido una constante en más de cien años, pero en poco tiempo más se pueden sumar otras por los alimentos o las reservas de agua.

Claro que hay una diferencia entre las dos guerras frías. Desde mediados del siglo pasado la URSS y los EE.UU. eran las grandes potencias hegemónicas, dividieron el mundo como un queso y cada una se quedó con su porción, aunque tirándose manotazos para tratar de arrebatar la del otro.

Hoy carecen del poderío económico suficiente, aunque sí el militar, para construir una nueva hegemonía.

El fracaso de George W. Bush en imponer sus delirios de república imperial una vez desintegrada la Unión Soviética puso de relieve que los Estados Unidos carecían de la fuerza necesaria para concretar sus designios a despecho del resto del mundo.

Esto no implica, por supuesto, que los líderes de los países dominantes acepten mansamente los dictados de la realidad y se resignen a vivir su decadencia lo más dignamente posible. En realidad, la historia de la civilización demuestra exactamente lo contrario y la etapa que estamos viviendo no parece que vaya a ser la excepción.

Para América Latina el resurgimiento de las peleas entre poderosos para quedarse con un pedazo más grande del planeta es una pésima noticia. Durante la última década Latinoamérica vivió un proceso de crecimiento inédito en su conflictiva historia.

No es casual que eso haya coincidido con el período en el cual las naciones centrales dejaron de "ayudarla" y la dejaron librada a su suerte. Como el paradigma económico que rigió a partir de los noventa era crear dinero a partir del dinero, quienes tienen la sartén por el mango y el mango también se despreocuparon del subcontinente, no sin antes calificarlo de "no sustentable".

La consecuencia lógica es que cuando dejaron de exprimir a los pobres productores de materias primas, éstos comenzaron a acomodarse en el mundo y a crecer económicamente. Cuando los militares latinoamericanos formados por los Estados Unidos se quedaron sin apoyo externo por los cambios en el escenario internacional y sin apoyo interno por las barbaridades cometidas, fue el fin de los golpes de Estado y los civiles se empeñaron en construir poco a poco sus democracias.

Que justo cuando la región despegaba las potencias pretendan dividirse otra vez el mundo puede ser letal para toda la América Latina, ya que todavía no se ha conseguido la fortaleza necesaria para plantarles cara a los más grandes, especialmente cuando todavía quedan en la Patria Grande demasiadas personas dispuestas a inclinarse ante los imperios aunque sea a costa de vender a bajo precio a sus compatriotas.