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Cuando en los ochenta, la filial local de la APDH proyectaba "Nunca más" por locales del Centro y de muchos barrios olavarrienses, el testimonio de Estela Carlotto, por entonces vicepresidenta de Abuelas, estremecía por la incertidumbre que transmitía. Ella contaba, como lo hizo ayer nuevamente, que no sabía que Laura, su hija, estaba embarazada y que podía tener un nieto nacido en cautiverio. Se lo habían contado y eso la llenó de esperanza y le dio la fuerza para luchar.

Esto pasó durante la década del ochenta, cuando Ignacio -o Guido- tenía apenas unos diez años. El país se iba encontrando con los horrores del terrorismo de Estado.

La familia Hurban podía haberse enterado o no de quien era ese chico que estaban criando. No importa. La verdad iba emergiendo de a poco, rompiendo la densidad de una tapa de mentiras y ocultamientos que se había ido tejiendo durante años.

La versión que se teje, vista en perspectiva, es asombrosa y siniestra. Dicen que el dueño del campo en donde trabajaba Hurban en Colonia San Miguel sería un médico, hoy fallecido, que un día les habría entregado un bebé a su puestero para criarlo. Lo que sigue tiene que ver con la transparencia de un amor de familia, dedicación paternal pero también el misterio de la procedencia. Porque ¿cómo llegó Ignacio a San Miguel? ¿En qué momento le cambiaron el nombre?, ¿qué médico fue quien le dio el bebé al dueño del campo de San Miguel? Las preguntas se irán respondiendo progresivamente, usando el tiempo quizás con el que Ignacio o Guido termine de acomodar su vida a un doble amor familiar, la de crianza y la de sangre. Él lleva consigo la presencia de Laura, su madre, aquella joven asesinada por la dictadura. Laura es el aura que lo acompañará el resto de su vida, a él, a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

La titular de Abuelas estaba conmocionada. Había encontrado a su nieto. Dicen que el abuelazgo es una suerte de maternidad por doble partida. La vida le devolvió a Ignacio -o a Guido-, y con él, Estela pudo recuperar de alguna manera a Laura, su hija, aquella bella y joven militante secuestrada y muerta por el manotazo brutal de una dictadura que se llevó casi toda una generación.

Estela Carlotto y su nieto Ignacio o Guido están juntos. Nunca se vieron, pero se intuyeron. Dicen que a Ignacio le habrían advertido que se parecía a su abuela y que intentara ver si el parecido era puro azar, una ilusión o si tenía que ver con una causa genética. Y dicen además que él, empujado por esa sospecha o misteriosa intuición, procuró hacerlo. ¿Fue el llamado de la sangre? ¿existe una comunicación más allá de las palabras y de los datos? A su alrededor se tejieron todas las versiones, pero ninguna certeza. Ayer, él, Estela y todo el país develaron una verdad, parte de una mayor colmada de dolores, ausencias pero también de esperanzas.

Ignacio se dedicó a la música y quizás encontró en ella el camino hacia su corazón y hacia su propia sangre. Las palabras lo distraían de su búsqueda esencial, la que lo conducía a su propio origen.