Daniel Puertas

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Bush lanzó su cruzada sangrienta para devolver a su país el orgullo perdido entre los escombros de las Torres Gemelas en un atentado perpetrado por la hasta entonces desconocida organización Al Qaeda. Hoy los miembros de Al Qaeda forman parte del heterogéneo ejército insurgente que se embarcó con euforia suicida y asesina en la Guerra Santa.

Antes de diciembre de 2001, Al Qaeda era un grupo minúsculo de fanáticos a los que el dictador Hussein mantenía a raya con sus rigurosos métodos de represión.

No es que el mundo estuviera mejor con Hussein, pero la intervención norteamericana empeoró las cosas a punto tal que la conflagración en Oriente Medio puede llevarse puesta a parte de la civilización.

A lo largo de la historia de la humanidad hay múltiples ejemplos de las locuras cometidas por gobernantes tan borrachos de poder como incompetentes para ejercer un liderazgo sobre sus compatriotas. Las diferencias entre el pasado y este presente es que el hombre ha desarrollado una tecnología bélica que no deja nada en pie.

Más de un rey o un emperador ha hundido, o directamente hecho desaparecer, a su país y a su pueblo metiéndose en guerras de conquista cuyo premio era apropiarse de las riquezas de los vencidos. Desde hace un siglo guerras de ese tipo son imposibles, ya que los vencedores sólo se quedan con una tierra devastada, estéril.

Si los cerebros del Pentágono soñaron con costear el costo de la guerra explotando el petróleo de Irak la realidad los ha desengañado brutalmente.

Es curioso, bien que no sorprendente, que la crisis del capitalismo y la decadencia de Occidente haya comenzado precisamente cuando se sentía vencedor. Después de la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los teóricos de la época comenzaron a escribir sobre el "fin de la historia", entendiéndola como la aventura de la humanidad para evolucionar hacia un mundo mejor. Habían llegado los tiempos del "único camino", que tanto nos hizo sufrir a los argentinos cuando esa teoría fue puesta en práctica con impiadosa rigurosidad en la última década del siglo pasado.

Mientras los dirigentes políticos norteamericanos se revolvían en la sangrienta trampa del Golfo Pérsico, las luminarias del neoliberalismo pergeñaban mil y un métodos para crear riqueza a partir del dinero, convencidos de haber descubierto la varita mágica para trasmutar el papel en oro y los sacerdotes del nuevo culto les pedían a sus fieles el dinero que prometían devolverle multiplicado.

Enfervorizados por la certeza de esa magia y por las aspiraciones de la cocaína que sus dirigentes combatían con la sangre de exóticos tercermundistas, los operadores financieros llevaron a sus empleadores a un abismo del que quizá nunca logren salir.

No conforme con Irak, Bush llevó sus tropas a Afganistán, donde mora un pueblo al que ni siquiera pudo vencer Alejandro Magno y en cuyas montañas comenzó el proceso de disolución de la Unión Soviética. Como era previsible, Estados Unidos también perdió esa guerra y mantiene a sus desmoralizadas tropas allí con el único objetivo de no sufrir otra merma en su orgullo y la consecuencia visible de seguir agravando una catástrofe humanitaria.

Sin embargo, los desastres sufridos por la superpotencia y sus aliados tuvieron beneficios para América Latina. El simple hecho de dejarla un poco en paz sirvió para que esta región del mundo tuviera la primera época de crecimiento económico de toda su corta historia.

Las democracias se hicieron un poco más sólidas, disminuyó la pobreza. Todo esto ocurrió, por supuesto, después de que el neoliberalismo devastara aún más los ya castigados países. Pero incluso esos años de locura parecieron mejores que lo vivido antes por una razón muy simple: durante casi todo el siglo pasado América Latina había estado gimiendo bajo el yugo de los dictadores aliados de Estados Unidos.

Ser expoliados en democracia era aún mejor que sufrir a los Videla, los Somoza, los Trujillo o los Stroessner. Además, millones de latinoamericanos no podían ser más pobres de lo que ya eran, por lo que muchos no advirtieron siquiera el fenomenal proceso de concentración de la riqueza.

La Argentina, el país con la clase media más numerosa de la región si lo advirtió y tuvo el colapso de 2001-2002. Y la Argentina también había aplicado las reglas de oro del neoliberalismo con más impiedad, lo que tuvo también bastante que ver con que por estos lares el sufrimiento fuera mayor.

El fracaso tremendo de los Estados Unidos en sus delirios de república imperial puede hacer varias de nuevo los vientos de la historia, circunstancia a las que debieran estar muy atentos los latinoamericanos.

Ya Rusia comenzó a intentar atraer de nuevo por la fuerza a quienes fueron sus satélites. Sería lógico y tal vez inevitable que Estados Unidos imitara ese ejemplo, lo que representa, directamente, un peligro para Latinoamérica, a la que John Kerry, secretario de Estado norteamericano, volvió a definir hace poco como "nuestro patio trasero"..

América Latina debe preocuparse de sus propios problemas, lo que no será posible si se alinea nuevamente, por convicción o por presión, con Washington. De eso depende que la década de crecimiento haya sido el cimiento para construir un futuro más amable o una simple y efímera primavera condenada a desaparecer de nuevo en un invierno interminable.