Silvana Melo

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La vida de Silvia Irigaray cambió para siempre a las 4,10 de la mañana del 29 de diciembre de 2001. A esa hora exacta el suboficial de la policía Federal, Juan de Dios Velaztiqui, descargó tres balazos de 9 milímetros sobre los tres jóvenes que miraban la televisión en el bar de la estación de servicio de Gaona y Bahía Blanca, en el barrio porteño de Floresta. Gobernaba fugazmente Adolfo Rodríguez Saa y la pantalla repetía los incidentes y la represión en un país derrumbado. "Alguna vez les tiene que tocar a ellos", dijeron cuando un policía recibió la agresión de un manifestante. Y "el oficial" (título de la canción de No Te Va a Gustar para homenajearlos) no se aguantó la furia y los asesinó. A los tres. Uno de ellos era Maximiliano Tasca, de 25 años. Que en esos días se había recibido de Licenciado en Relaciones Internacionales y comenzaba su vida.

Silvia recuerda, en una larga charla con este diario, el último abrazo, la transmisión telefónica por parte del INCUCAI de las ablaciones -Maxi era donante y sus órganos dieron vida-, la violencia institucional que se extiende en el tiempo, sus charlas en las escuelas de formación policial, su militancia por la donación de órganos y ese tránsito del dolor al amor que Maxi le ilumina cada día.

Dos años después del asesinato de Maxi, Silvia fundó con otras siete mujeres la Asociación Civil Madres del Dolor.

El policía fue condenado a perpetua en 2004.

-¿Quién eras antes del 29 de diciembre de 2001?

-Me casé muy joven, quedé embarazada y mi novio me dijo nos casamos. Ya habíamos hecho la fiesta de compromiso, que era una costumbre de aquella época. Adelantamos todo y nos casamos de un día para el otro. Nació Pablo y un año después Maxi, el 4 de agosto de 1976. Eramos una familia hermosa, había mucha alegría, una relación muy linda con los chicos, hacíamos mucha vida de club, los vimos crecer, jugar al fútbol, nadar... Eramos comerciantes, ninguno de nosotros tenía una carrera universitaria. Tuvimos clientes importantes y trabajábamos bien, muchas horas. Pablo adentro de una fabriquita familiar de materiales eléctricos y Maxi y yo estábamos en la calle. El no dejaba de cursar en la universidad de El Salvador. Teníamos un perro y una gata, mis dos hijos de cuatro patas. Yo siempre decía que tenía dos hijos de dos patas y dos de cuatro.

-Hasta que ese 29 de diciembre lo cambió todo...

-Cuando ocurre lo de Maxi no pude retomar más. Primero fue que me faltaba mi compañero. Perdí la voluntad, perdí las ganas. Intenté un año después pero las personas que yo veía me esquivaban. No podían dejar de llorar porque lo conocían a Maxi. Se me hizo muy difícil. Yo siempre tuve un carácter particular, una alegría de nacimiento. Y lo había perdido. Intentaba y no podía. Se me había roto el alma. Con el tiempo, la justicia hizo su parte buena y eso me ayudó. Yo reconozco que es lo que les falta a muchas familias, que se sepa la verdad, que vayan presos los culpables.

-La ausencia de justicia genera mucha rabia, multiplica el dolor...

-Claro, y a mí no me tocó. Anoche estaba con Jey Mammón porque me insistía con que me abrazara con el cantante de No Te Va a Gustar con el que nos conocemos desde hace 20 años. Cuando dijo el nombre del asesino me dieron ganas de llorar, pero esas cosas me ayudan porque no lo debe olvidar nadie. Cada día lo homenajeo yo a Maxi con estas cosas. El me da las fuerzas.

-¿Cómo empezó ese día?

-Esa mañana, era un viernes 28 de diciembre, desayunamos. Estaba complicado el país. El 19 y 20, caía el gobierno, la situación era gravísima. La violencia estatal que había en las calles era peligrosa. Maxi había ido a la facultad y en una de las estaciones del subte compró un mate precioso con una cabeza de caballo para su abuela, mi mamá, que el 19 de enero cumplía 80 años. Llegó y me dijo "¿sabés qué tengo acá? Un regalo para la Tita. Y el mío va a ser el mejor de todos". Lo guardó en su habitación y nunca lo abrimos. Ese viernes 28 se encuentra con un profesor muy joven que lo invita a Floresta a la noche, a brindar en Gaona y Bahía Blanca. A las 19,15 Maxi me pide que le preste el auto porque estaba corto de tiempo. Nos dijimos que nos queríamos, nos besuqueamos como todos los días y se fue. Y no lo vi nunca más. Mi recuerdo amoroso, el abrazo, terminó en la llamada al Incucai para que por favor cumplieran con el deseo de Maxi que estaba registrado como donante desde los 18 años. Pasó a estar en una mesa de operaciones, sacando sus partes como si fuera un rompecabezas.

-"Tuve que desarmar a mi hijo", dijiste.

-Es que fue así. Del dolor me fue llevando al amor. Empecé a buscar nuevos desafíos para ser mejor. Ir a dar charlas a escuelas de cadetes... La primera vez me temblaban las rodillas. Esta mañana me acaba de mandar un mensaje una persona con un altísimo cargo en la Escuela Vucetich y me dice Silvia, te necesitamos. Nos vemos en 2022. Eso me parte porque lo que necesitan es ser más humanos. Y el estado es culpable porque en el caso de Velaztiqui le habían sacado el uniforme y el arma porque era un violento y después se la volvieron a dar porque nunca miraron el legajo.

-Pensaste que probablemente los policías implicados en la muerte de Lucas te habrán escuchado en alguna de tus charlas. ¿Cuáles son las expectativas con las que vas a esas charlas en escuelas de formación policial?

-Ya sé que el año que viene cuando me toque retomar las charlas, voy a arrancar con la historia de Lucas, el chico que mató la policía en Barracas. Nadie me lo saca de la cabeza... uno era de la Federal, otro de Provincia, otro de la Ciudad. Y son las escuelas a las que yo voy. Voy con muchas ganas de que ellos sientan mi amor a mi hijo. Primero fue Maxi el que perdió la vida, el futuro. Después venimos nosotros como familia. Mi mamá, con 80 años, decía "¿Cómo puede ser que yo, una vieja, siga viviendo y entierre a mi nieto?". Cuesta levantar los brazos del piso porque uno se destruye. Por ahí me dicen en las escuelas "yo me voy a cuidar pero no voy a disparar. No voy a ser fácil para el gatillo". Y estará el que no le importa nada y dirá "ésta qué viene a hablarnos". Pero pasó una sola vez cuando tuve una charla en la que eran 1550. Eran comisarios generales, capitanes... llenos de medallas. Y cuando yo voy caminando hacia el escenario escucho que alguien dice "uh, pero ésta es la de Floresta". Era una sorpresa que les había dado la gobernadora porque decía que una víctima nunca había formado parte de la formación policial. Todos creían que iba a estar la gobernadora. Ella me dijo: "Si yo voy, me van a hablar a mí, me van a mirar a mí. Quiero que tu voz sea la única. Decí todo lo que quieras". Yo iba caminando hacia el escenario y escuché esa frase. Cuando llegué tenía una botellita de agua mineral. Me serví un vaso, me serví un segundo vaso porque no podía bajar el nudo que tenía en la garganta; saludé y con el dedo apunté "bueno... a uno de los señores que estaban acá por el medio de este lado le digo sí, soy la de Floresta. Soy la mamá de Maxi. Un uniformado como usted fusiló a Adrián, Cristian y Maxi". Ay, no sabés... se escuchaba el ruidito de las sillas cuando las movían en el lugar. 1550 sillas.

-¿Cómo te fue al final de la charla?

-Me fue excelente. Yo hablo mucho de la donación de órganos y de la mala experiencia que tuve en ese momento. La estación de servicio era a la vuelta de casa. Maxi ya estaba muerto pero yo escuché su voz diciendo "mami, acordate de que soy donante". Me vine caminando para casa a buscar el documento, a buscar el teléfono del Incucai para pedir que me ayudaran. Fuimos a la comisaría. Eran dos personas, un hombre y una mujer. La mujer le preguntó al policía de la comisaría qué juzgado estaba de turno. Él levantó los hombros y dijo "qué se yo". La mujer le levantó la voz, cerró el puño, golpeó el escritorio y le dijo: "ella es una madre que quiere donar los órganos del hijo que uno de ustedes mató". A partir de ahí fue todo rapidísimo. Me trajeron a mi casa y se fueron a la estación de servicio. Cuando empieza la operación, esta gente me fue avisando todo. Era la desesperación de los médicos por la brutalidad policial, porque había que valorar que Maxi se había registrado hacía siete años y que yo los había llamado. Cuando sacaron una córnea dijeron "ahora vamos por la segunda. Tenemos que tener mucho cuidado que la bala no haya roto parte del sistema nervioso". Después cómo desarmaron el corazón. Sacaron válvulas, aurículas... El 9 de enero de 2002 recibí una carta con membrete de Incucai. La apoyé sobre la mesa y no la abrí por muchas horas. Es como que tomé conciencia de lo que habíamos hecho. Y ahí, en una carta muy amorosa de agradecimiento, nos contaban -obviamente sin los nombres- que una de las córneas había ido a una joven mujer de 36 años y la otra, a una señora de 81 años. Y que les había dado la posibilidad de ver. Y que el resto se puede guardar freezado hasta 10 años, válvulas, aurículas... Todo eso me fue ayudando y hoy soy una militante, una activista por la donación de órganos.

-¿Creés que a partir de esa militancia y de tu protagonismo en la creación de Madres del Dolor, Maxi terminó pariéndote mejor persona?

-Sí, qué lindo eso. Porque yo digo que a Maxi lo parí un 4 de agosto y él se metió en mí el 29 de diciembre. Sí, Maxi era licenciado en Relaciones Internacionales. Yo era simplemente una mamá y empecé con mucha fuerza a relacionarme internacionalmente. Porque había en mí una Silvia que yo desconocía. Y fue Maxi.

-¿Cómo recibió el mate la abuela?

-Quedó en el cuarto de Maxi hasta el 18 de enero... y mi mamá ya venía poquito a casa. "Acordate mami que está el regalito de Maxi. Si vos lo querés, yo mañana te lo traigo". Entonces ella me dijo "sí, claro que sí". El 19 de enero se lo llevé, lo abrió y recién ahí lo vi. Precioso". Tenía una tarjetita escrita por Maxi, era un papelito y un corazoncito. Y mi mamá usó ese mate hasta el último día de su vida.