Claudia Rafael

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Tiene 17 años. 34 causas en el Fuero de Responsabilidad Penal Juvenil que lo incorporó a sus archivos pocos años después de la creación del organismo. No genera empatía ni es visto con ternura. Los vecinos, los mismos que conocen al dedillo su historia de descarte desde el mismo nacimiento, están hartos y dicen: "no es culpa nuestra". Entonces esos mismos vecinos no lograron encontrar otra opción que la de cortar calles, de encender gomas, de impedir el paso, de reclamar la presencia de un juez y de reunirse con fiscales de los distintos fueros.

Es ésta una historia de doble abandono: el Estado no fue capaz de ofrecer alternativas vitales a un niño para que pudiera plantarse en la vida con herramientas y contención. Pero, además, ese mismo Estado es el responsable de la desprotección de los vecinos. Que no significa represión sino prevención y acción temprana.

"Que alguien haga algo"

El, que sigue teniendo 17 años, mira la realidad desde sus ojos gastados, hartos de tanta vida de abandono y desafía al mundo. Una tras otra hay 34 causas penales que hablan de él. Que cuentan los primeros delitos cuando era un niño "antisocial" y "transgresor" -como definen los informes psicológicos y psiquiátricos-, que reclamaba y sigue reclamando a su manera que "alguien haga algo por él".

La pueblada de Sierra Chica es el resultado de una crónica largamente anunciada. Los vecinos lo vieron crecer y reclamaron que fuera desterrado de las fronteras del pueblo plagado de cárceles. El y su familia. Que, todos lo saben, se reduce al chico y a su abuela. La que se hizo cargo de criarlo cuando la madre -según consta en los informes del Ministerio Público- no supo, no quiso, no pudo sostenerlo. Y por eso él está tan enojado con esa joven mujer que vive a dos casas de distancia de la suya. Y con la que empezó a reconstruir un vínculo muy poco tiempo atrás. Con ella y su nueva pareja -cuentan los expedientes- salía en los últimos tiempos a cirujear.

Con el padre biológico las cosas no funcionaron mucho mejor. Lo vio por última vez cuando tenía 8 años: en esa época fue que su papá terminó preso. Desde hace una semana está detenido en el instituto Leopoldo Lugones, eufemismo de cárcel para menores de 18. "Ahí, al menos, come todos los días y duerme en las noches en una cama", desgranan fuentes judiciales. "Pero si vuelve a Sierra Chica cuando lo liberen, va a terminar muerto. Lo van a matar", agregan.

Por eso mismo la abuela ya dejó el pueblo carcelario y con ella se irá el chico cuando lo liberen. Los informes psicológicos detallan que no está en condiciones de sostener "nada". Ni la escuela, ni un tratamiento terapéutico, ni otro por una recuperación por consumos problemáticos. "Afana, tira piedras y la gota que rebasó el vaso fue cuando baleó la comisaría. Lo detuvieron y cuando recuperó la libertad y llegó a Sierra Chica, cometió tres o cuatro delitos", aseguran quienes observan de cerca y agregan "no hay nada a su favor. El nunca le perdonó a su madre el abandono pero además, no cumple con las expectativas sociales y, tal vez, si fuera rubio, de ojos claros, simpático, las cosas no hubieran terminado como terminaron".

Lombroso y un destornillador

La construcción de un delincuente es un camino muy delicado. Muy preciso. Abonado por un Estado que hace e incide desde la inacción. El chico que la pueblada de Sierra Chica buscó expulsar definitivamente de sus fronteras fue un bebé no deseado desde su irrupción en el mundo. Como canta Víctor Heredia en "Arrabal azul" descubrió muy tempranamente que "los cohetes y serpentinas no eran por mí". Y un chico que desnuda sus primeros pasos y crece fuera del territorio del deseo y es llevado a vivir entre marginalidades, olvidos y miserias se empeña en encajar en los perfiles más perversos de las teorías lombrosianas. Aquellas paridas por un criminólogo italiano (Cesare Lombroso) que decía que "para los criminales natos adultos no hay muchos remedios: es necesario o bien secuestrarlos para siempre, en los casos de los incorregibles, o suprimirlos, cuando su incorregibilidad los torna demasiado peligrosos".

El sábado, cuando aún estaba en libertad, el chico fue agredido y un vecino enardecido le clavó un destornillador en una pierna.

No se sabe por cuánto más permanecerá en el Lugones. Pero no es la primera vez que termina allí. Estuvo un tiempo el año pasado, hasta que le otorgaron una prisión domiciliaria que gozó de escasos controles, como suele ocurrir. Pero el detalle no es ése que -después de todo- suele ser muy frecuente. El gran tema es que él no quería dejar el instituto. Los informes psicológicos relatan esa situación y la enmarcan en que allí se sentía "tranquilo". A pesar de que se está hablando del Lugones, que no es precisamente un paraíso soñado y que, además, ha tenido reiteradas denuncias a lo largo de su historia por las condiciones de detención. Entonces ¿cómo sería su vida como para, en plena adolescencia, no querer dejar un lugar de encierro?

Cuestión de roles

Lo que ocurrió en la última semana en Sierra Chica deja al desnudo dos realidades muy dolorosas. Hay, por un lado, un chico que fue creciendo en condiciones vitales muy complejas. En un mundo de abandonos y privaciones que después, cuando se crece, contrasta abismalmente con los flashes y las gigantografías que irradian felicidad globalizada. Mundos que demasiadas veces derivan en cuerpos y vidas quebradas.

Pero, por otro lado, hay un análisis social imprescindible: el rol de las instituciones y las conductas de una sociedad.

¿Qué hicieron las instituciones del Estado para impedir que un chico de 17 años llegara a esa edad transformado el objeto de la ira de un pueblo entero? ¿Qué clase de Estado es el que -con sus acciones y sus inacciones- va construyendo paulatinamente un chico rechazado, descartado y para quien se exige (como exigió uno de los vecinos) la muerte misma? ¿Cuáles son las herramientas reales de los organismos de infancia (Consejo Local, Consejo Zonal, centro de referencia) que son sobrepasadas por uno, dos, cinco chicos y no mucho más que pueden tener en vilo a una sociedad? ¿Cuáles fueron las señales de alarma desoídas? ¿Cuáles las oídas pero ante las que no se reaccionó por decisión, por incompetencia, por letargo?

Las conductas de una sociedad son también una construcción. Que suelen estar abonadas por discursos, por políticas de Estado, por hartazgos. Es comprensible que haya vecinos cansados de que un chico los robe con frecuencia y se sientan inermes. ¿Cuál es el límite de un hartazgo? ¿Reclamar el destierro de una familia? ¿Cuál es el espejo en el que se está reflejando aunque no quiera verse?

Toda esta historia rodea los conflictos de un chico y de decenas de vecinos de un pueblo entrampado entre los muros y las rejas y alambres de tres cárceles. Sobre los que hay que detenerse a pensar. Y a analizar cuáles son las responsabilidades institucionales y cuáles las sociales. Pero con la certeza de que lo vivido en los últimos días no es otra cosa que una radiografía perversa de la realidad.

¿Qué se le reprocha, después de todo, al chico? Que -como dicen ciertos abogados- no se motivó en la norma. ¿Es posible "motivarse en la norma" cuando la ausencia de norma, de organización vital, de seguridad (en el sentido más profundo de estar cuidado) ha sido la constante en los años iniciales de la vida humana?