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Todo periodista carga en su memoria con historias que se le quedaron en el tintero a la hora de elegir las que él o su editor juzgaron adecuadas para transmitirles a los lectores. Algo de eso ocurrió con el terrible atentado contra la Amia, cuyos ecos llegaron a Olavarría y obligaron a una investigación de EL POPULAR que llegó al juzgado de Juan José Galeano, el juez luego condenado por los gruesos errores cometidos durante la instrucción de la causa. A pesar de una serie de detalles sugestivos, los investigadores judiciales y policiales parecieron concluir que lo que pasó en Olavarría no tuvo nada que ver con el atentado, pero como en todo lo demás, nunca quedó nada claro.

En un relámpago de intuición sospeché que el rostro de la joven voluntaria, donde se mezclaba el azoramiento, la bronca y la angustia sintetizaba perfectamente lo que estaba ocurriendo en ese anochecer invernal en la calle Pasteur. Decenas de personas se afanaban por hacer algo que pudiera salvar alguna otra vida pero nadie coordinaba, nadie parecía saber muy qué bien debía hacerse.

Exhibiendo la credencial del diario pude llegar hasta el punto donde en teoría comenzaban los trabajos de salvamento y vi a una jovencita, notoriamente voluntaria pero sin ninguna identificación más o menos oficial cuando le pedía permiso a uno de los policías para ir a buscar unas botellas de agua mineral para un grupo de rescatistas.

Cuando volvió el policía era otro y, simplemente, le prohibió el paso sin hacer caso de sus explicaciones.

Es comprensible que, dada las características de nuestra historia, no haya demasiada experiencia en emergencias de este tipo. Pero es incomprensible que tanta gente pueda actuar tan estúpidamente, que sean tantos los que, a veces incluso con la mejor de las intenciones, pueda no sólo no hacer nada útil sino estorbar a quienes tratan de trabajar bien.

En ese momento, horas después de la explosión, no sospechaba que en poco tiempo más iba a enterarme que si al principio en las tareas de salvamento había ineficiencia, desorganización, falta de conocimientos básicos en la investigación todo iba a ser mucho peor.

Fin de vacaciones

Pude estar en Buenos Aires a horas del atentado porque me encontraba en La Plata, visitando familiares y amigos durante unos días de vacaciones.

Regresé al dia siguiente a Olavarría y no había dormido demasiado cuando me despertó la voz en el teléfono de Trompo Ducuing, por entonces jefe de Redacción, para comunicarme que mis vacaciones concluían anticipadamente porque "unos turcos estuvieron unos meses en una quinta enfrente a la de Mabel. Y después desaparecieron de golpe. Andá a averiguar de qué se trata, difícil que tenga algo que ver, pero nunca se sabe".

Previsiblemente, por todas partes comenzaban a aparecer historias sobre musulmanes que habían estado viviendo aquí o allá. Bueno, teníamos algo así en Olavarría y me consolé del fin de mis días de descanso imaginando que al menos podría conseguir una buena historia.

Pero a poco de hablar con los caseros de la quinta de Mabel Pagano, por entonces directora de EL POPULAR, y de la quinta donde habían morado lo musulmanes se encendieron mis antenitas de alarma.

El primer detalle sugestivo fue que se habían ido algunos días antes del atentado durante una madrugada, en una Renault Traffic de color claro y el cuidador de la quinta no tenía idea de la razones de tan intempestiva partida.

El segundo no había llamado la atención de los dos hombres de campo que me estaban haciendo de guías mientras me contaban lo poco que sabían y me hablaban de todo lo que habían visto. En las habitaciones que habían ocupado no quedaba ningún rastro de los extranjeros. Absolutamente nada.

Ni siquiera colillas de cigarrillos, algún envoltorio de caramelos, una sandalia rota o una media agujereada. Nadie podía sospechar que durante meses habían vivido allí varios hombres que trabajaban la tierra, porque esa era la explicación que se daba para justificar esa curiosa presencia: una explotación hortícola en la quinta que hoy pertenece al Sindicato de Trabajadores Municipales.

Persiguiendo fantasmas

Nadie podía, y tal vez alguien no quería, dar demasiadas referencias sobre los ya misteriosos musulmanes que vinieron a cultivar hortalizas a Olavarría. Poco a poco pudo saberse que tenían pasaportes paquistaníes, que solían hablar por teléfono desde cabinas públicas.

Y que a veces parecían hacer ejercicios que uno de los caseros definió como "orden cerrado", quizá recordando su ya lejana conscripción. El orden cerrado es el ejercicio militar donde la unidad hace los movimientos para actuar sincronizadamente en situación de combate.

Alguna comerciante había sentido una profunda lástima por uno de esos desconocidos que no hablaban con nadie, por reservados o por desconocimiento del idioma, cuando lo vio tiritar de frío mientras vestía una liviana túnica y sandalias sin medias.

Pero si todo era muy misterioso, pero sin que pudiera formularse ninguna conjetura fundada, todo se complicó más cuando un joven remisero, que pidió que su nombre no fuera difundido, llamó al programa de Cachito Fernández para contar que él había llevado algunos días antes del atentado algunos extranjeros, que él suponía árabes, a Sierras Bayas, pero por caminos vecinales que ellos le iban indicando.

El viaje insólito concluyó en un lugar de Sierras Bayas donde no se veía a nadie, pero los extranjeros se bajaron alli, pagaron el viaje y observaron al remisero cuando se marchaba, seguramente sin sospechar que todo lo que se estaba publicando en los medios sobre islámicos sospechosos lo iba a llevar a contar su historia por si en una de esas tenía algo que ver con algo.

Claro que la mayor complicación la trajeron nada menos que la jefa de Personal de EL POPULAR, Marisa Ballesteros, una familiar y creo que una amiga cuando reconocieron en las fotografías de iraníes que se difundieron del juzgado de Galeano al menos a uno de los hombres exóticamente vestidos con túnicas con los que se habían encontrado en el cementerio Loma de Paz.

Ya había demasiados indicios que permitían suponer posibles vínculos sino con el atentado al menos con grupos dedicados a actividades extrañas.

La Directora de este diario, Mabel Pagano, prestó declaración en el juzgado a cargo de Galeano y que tenía como fiscales a Eamon Mullen y José Barbaccia, y se entrevistó con el presidente de la DAIA, Rubén Beraja, para transmitirle los resultados de la investigación de EL POPULAR.

Las mujeres que creyeron reconocer a uno de los iraníes sospechosos y yo declaramos primero ante un subcomisario de la Policía Federal que vino desde Buenos Aires en la sede de la subdelegación local de la fuerza, por entonces ubicada en la calle 25 de Mayo.

El funcionario policial causó el asombro de este periodista cuando, una vez concluido, el trámite, preguntó "¿vos sabías que el atentado fue el acto contra un objetivo militar?".

"No" respondí antes de preguntar "¿cómo es eso?".

"En la AMIA había una oficina del Mossad (servicio de inteligencia israelí)", fue la respuesta.

Si los investigadores suponían que el mayor atentado contra un objetivo judío fuera de las fronteras israelíes podía originarse en una oficina con tres o cuatro espías, que eso fuera un "objetivo militar", la investigación no podía tener un buen destino, pensé, aunque, por supuesto, no lo dije.

Y me convencí definitivamente de eso la mañana que fui al edificio de Comodoro Py, al juzgado 9, del entonces juez estrella Juan José Galeano. Primero la cola junto a mi pareja y varios desconocidos que quién sabe qué tendrían para decir que sirviera a la investigación del atentado.

Después la espera en una salita de muebles viejos y desvencijados, separada de una oficina donde se tomaba otra declaración por finísimos paneles de madera. Lógicamente, mi compañera y yo escuchábamos perfectamente qué decía el declarante.

No hablaba de nada supuestamente secreto. Era una larguísima relación sobre alguien que había viajado a un país islámico y que para quien hablaba era un presunto terrorista, o un agente secreto de un país árabe, o algo así.

Era tan carente de sentido ese relato, tan lejos de cualquier vínculo con el atentado incluso aunque fuera cierto que, como pocas veces en mi carrera, me asaltó la sensación deuna absurdidad irrevocable.

Todo empeoró cuando llegó el funcionario encargado de tomarme declaración. Era un joven visiblemente exhausto con expresión descorazonadora.

El pensamiento fue automático: "cómo no va a tener esa cara escuchando tamañas pelotudeces durante horas".

Casi sin razonarlo, tomé la decisión de hablar telegráficamente: "tantas personas en una quinta, de tal nacionalidad aparente, estuvieron y se fueron en una Traffic de madrugada. Tales personas creyeron reconocer a tal iraní en un cementerio. Un remisero llevó a supuestos extranjeros a tal parte. Entrego este casette con su relato. Buenos días y adiós".

El funcionario ni pareció reparar en lo que dije. Tomó el casette, lo puso en un sobre y eso fue todo.

También tuve mi reunión con Beraja y directivos y abogados de la DAIA y AMIA. Aunque el encuentro no fue tan desconsolador como el paso por Comodoro Py no sirvió para alentar el optimismo.

Era como si todos se sintieran protagonistas de una novela de espionaje y se olvidaran que la investigación debiera ceñirse primero a los aspectos prácticos: determinar el tipo de explosivo y cómo podría conseguirse, si hubo coche bomba o no y cosas así.

Y después recién, cuando hubiera una base para ello, tejer hipótesis sobre los motivos de los autores del atentado. Todos tenían teorías pero no fundamentos serios para sustentarlas. Al menos esa fue la impresión que me llevé entonces, cuando reduje mi declaración a unas cuantas frases con información seca, bien que concreta.

Claro que en mis artículos del diario, que fueron extensos, analizaba a fondo esos ladrillos informativos que dejé en Comodoro Py, lo que unos cuantos meses después llamó la atención de investigadores de la Policía Federal.

Pero esa ya fue otra historia.