El país atraviesa una de las peores crisis del siglo XXI; parece que la desaparición del antiguo sistema de partidos queda lejana, casi sin ningún rastro en la memoria. Los partidos que dieron forma a la democracia desaparecieron en el aire. El año 2003 parece un mal sueño, y nuestra realidad parece gritar que existimos desde 2005. La hegemonía del Movimiento Al Socialismo se ha apoderado del discurso político, de los sueños y de la esperanza de los bolivianos. La breve y catastrófica transición fue simplemente el interludio de la decadencia del poder. Parece que todos fuimos el coro que interpretaba un réquiem, mientras, en el fondo, esperábamos el drama y la tragedia. Era inevitable como el amanecer, y aunque sabíamos de las pesadumbres del escenario político, no teníamos la capacidad de negarlo. Simplemente aguardábamos los desenlaces con el paso de los días. Estamos expectantes ante el declive, pero, aun sabiéndolo, nos seguimos sorprendiendo, pues no teníamos la capacidad de imaginar la catástrofe en la que estamos envueltos. Los años noventa del siglo XX nos dejaron una frase que puede explicar nuestro presente: “jodidos estamos todos”.

Bolivia arde; no hay dólares, y los hidrocarburos desaparecieron como por arte de magia. El mar de gas se esfumó ante la mirada atónita de los gobernantes, quienes no admiten su incapacidad e inoperancia. Un gobierno central que no tiene la capacidad de tomar decisiones ni de realizar las reformas necesarias, y que, al igual que una secta, se aferra a un modelo económico que ha demostrado estar agotado. Tanto al presidente Arce como a Morales, a la cabeza del MAS, parece importarles poco lo que suceda con el país. Son el reflejo de la decadencia del partido hegemónico, donde sus disputas internas impactan al país. Las facciones en pugna simplemente muestran la sed de poder existente para seguir aferrados al mismo. Constatamos que una marcha no puede salvar a Bolivia y que, al mismo tiempo, aterró al gobierno, el cual se atrincheró en la Plaza Murillo. Al final, en una jugada teatral y desoladora, descubrimos que el país se acerca a su bicentenario y que los tambaquíes son más importantes que la realidad cotidiana de los bolivianos. Queda claro que esperamos —aunque lo neguemos— la valentía de nuestros caudillos, valentía que parece no veremos. Aristóteles tenía razón al decir que un político debe evitar ser cobarde e imprudente, y la pugna azul por el poder nos muestra eso: imprudencia y cobardía.

Parece que la historia nos vuelve a sorprender con la “Radiografía del jefe” del presidente Walter Guevara Arze, como reproche a Víctor Paz Estenssoro: “inteligencia sin originalidad [...] pasiones pequeñas, falta de valor, obsesión del poder por el poder mismo e insaciable sed de alabanzas [...] carecía de ilusiones, de piedad y de sinceridad [...] almacena en su memoria todos los agravios, reales o imaginarios, que ha recibido, y espera pacientemente la oportunidad de vengarse. No olvida nunca [...] Solitario, rencoroso y desconfiado. Ese es el hombre”. Podríamos agregar que uno cometió estupro sin sonrojo, pensando que el poder es eterno, mientras el otro, indeciso, no hizo nada mientras el país se derrumba, y que entre sus aventuras quedará el recuerdo de que fue taxista. No les importamos, y nombran al pueblo para intentar darle sentido a su discurso vacío. La lucha interna por el control del partido es una demostración de la ley de hierro de la oligarquía, y los contendientes saben muy bien que, sin partido, no hay poder.

Los bolivianos estamos viendo lo importante que es el quehacer político, y que la apatía tiene funestas consecuencias. Ya sabemos que el fin de ciclo es inevitable y que enfrentaremos el mañana con todas nuestras fuerzas. No hemos perdido la esperanza de días mejores, y existe un país más allá de Arce y Morales.