En la madrugada de un sábado el comandante del avión anunció por los altavoces algo que seguramente era importante, pero que, al hacerlo en su idioma, el persa, me fue imposible entender. De inmediato todas las mujeres se dispusieron a cubrir sus cabelleras con velos, de colores abigarrados, de tonalidades diferentes, acordes con sus vestimentas. Era la señal de que el avión estaba tocando suelo iraní, aterrizando en el aeropuerto de Teherán. Le pregunté al joven que sentaba a mi lado, junto a la ventana, que hablaba un poco de español y otro poco de inglés: ¿Qué sucedería si las mujeres no cubriesen sus cabezas con el velo o hiyab? El joven, que dijo llamarse Samir, me respondió: “No lo sé. Nunca he visto que no lo hicieran”

Así se inició nuestra visita a ese singular país en febrero del año 2009, para cubrir el 30 aniversario de la Revolución Islámica, que recordaba la revuelta del año 1979 que acabó con el último monarca persa y dio paso al retorno desde el exilio del Ayatolá Jomeini, el que, en abril de ese mismo año y después de aprobarse una Constitución que dio nacimiento a la República Islámica de Irán, se convirtió en el máximo líder religioso y guía de la revolución. Sin embargo, el cambio redujo los derechos de las mujeres y aseguró la supremacía casi absoluta de los hombres, que por ley ejercen un dominio excesivamente paternal.

Desde un principio nada nos resultó fácil; nos percatamos con mi camarógrafo de la dificultad que teníamos para hacernos entender, y de que no pasábamos desapercibidos, al ser en ese momento el único medio de prensa internacional en ese país. Pocos días antes habían abandonado Irán dos medios de mucho prestigio a nivel internacional.

Nos reconfortó en grado sumo encontrarnos con la intérprete con la que nos habíamos contactado días antes del viaje a través de internet. De nombre Sasha, era una mujer bella y eficaz, que, como todas, también cubría su cabello con el hiyab. Dominaba seis idiomas; rusa de nacimiento, vivía en Irán desde hacía mucho tiempo. Las primeras palabras que aprendimos con ella eran las más necesarias: “Salaam”, para saludar, “Mamnun” (gracias), “Chan dey” (¿Cuánto es?).

Como anécdota, cierto día en el que no estuvimos con Sasha, vimos a un joven que tenía los rasgos fisonómicos que se asocian a los bolivianos, a los peruanos o ecuatorianos. Nos saludó en español, nos dio mucho gusto hablar con él, y le pedimos que nos ayudara a comprar en una tienda objetos artesanales, pero él tenía mucha prisa y no podía. Le pregunté de donde era. “De Filipinas”, dijo, para mi asombro. No conocía Sudamérica, aunque hablaba español como nosotros.

Por las noches salíamos a recorrer la ciudad. Entramos en algunos restaurantes tradicionales, casi siempre decorados con objetos pertenecientes a su cultura, era frecuente ver en ellos las grandes pipas de agua para fumar tabaco.  El consumo de bebidas alcohólicas estaba prohibido. Errar por esas calles durante las noches era preferible a quedarse en el hotel viendo la televisión, saturada de propaganda política y de imágenes relacionadas con la guerra santa.

Una de nuestras primeras visitas en Teherán fue al cementerio Behesht Zahra, el mayor camposanto de Irán, en el que yacen enterrados célebres combatientes caídos durante la guerra con su vecino Irak, que duró ocho años, desde septiembre de 1980, hasta agosto de 1988, sin que hubieravencedores ni vencidos. Miles de los cuerpos enterrados en ese lugar estaban sin identificar, pero también fueron declarados héroes. Hay dos carros de combate en ese campo, habían participado en el conflicto bélico y su presencia simboliza la inmortalidad de la guerra.

Conocer por dentro las mezquitas fue una experiencia inolvidable, en particular las más importantes, como la de Soltani, o mezquita Sah, en Teherán. Imponente ya desde lejos, está rodeada de suntuosos y enormes jardines. Recorrerla nos llevó una tarde entera. Admirando la perfección de sus formas, la perfecta armonía de cada rincón con la estructura entera, nos olvidamos del cansancio.

Una mañana emprendimos un viaje de 900 kilómetros, desde Teherán hasta Mashhdad, otra ciudad importante de Irán, limítrofe con Afganistán, con el propósito de conocer el santuario Imán Reza, considerada la mezquita más grande del mundo, sin contar con los siete patios que la rodean.

Anualmente recibe la visita de millones de chiitas iranies y no iranies.

Durante las noches, el resplandor de las luces multicolores que adornándola emergen de sus minaretes y que se difuminan el cielo azul naranja oriental, nos transportaban a “Las mil y una noches”.  Era como estar en un sueño. Uno podía quedarse en ese sitio durante horas, sin cansarse de contemplar y admirar el prodigioso espectáculo que proporciona su silueta al atardecer. Nos unimos a la multitud de musulmanes que daban vueltas al entrar y salir del mausoleo del octavo imán, Haram-e  Razavi. Tocar su féretro significaba una bendición, y todos la buscaban, caminando con la mirada perdida y los brazos en alto, con lo que demostraban una fe inclaudicable, fanática.

Encontrar nuestros calzados a la salida nos llevó casi una hora; los habíamos dejado como lo hacían todos en uno de los enormes patios de la Mezquita.

Al día siguiente nos trasladamos hasta Afganistán, en un vehículo que habíamos contratado. El paso a ese país estaba prohibido, ya que se presumía que ahí se encontraba la morada y el escondite de Osama Bin Laden, el hombre más buscado en ese tiempo. Sobrecargados quizá de adrenalina, impulsados por nuestro, persistente instinto de periodistas, cruzamos la frontera y recorrimos varios kilómetros con el objetivo de llegar incluso hasta Kandahar. Arribamos a un poblado de moradas precarias donde los niños corrían en grupos, y jugaban sin alejarse unos de otros en medio de una exuberante polvareda. Los adultos, que vestían turbante y túnica manga larga, nos miraban con desconfianza. Las mujeres, vestidas con burkas, dejando una pequeña abertura a la altura de los ojos, nos miraban más sorprendidas aún, como si fuéramos de otro planeta.

Mas allá fuimos interceptados por unos soldados, eran marines de Estados Unidos. Nos ordenaron regresar, después de revisar el vehículo con detectores de explosivos. El acercarse tanto hasta ellos era casi sinónimo de atentado. 

Un tanto frustrados por no haber conseguido ninguna entrevista relacionada con Al Qaeda, o sobre su jefe, que estaría escondido en algún lugar de esas alejadas y altas montañas, decidimos retornar a Irán.

Apenas habíamos cubierto un 50% de nuestra agenda para elaborar un documental. Asistimos al acto del 30 aniversario de la Revolución Islámica en la Torre de Azadir, el monumento más representativo de la ciudad, con su estructura truncada. Se pronunciaron encendidos discursos contra el imperio. Las calles cercanas se habían convertido en un verdadero mercado persa. Se podía encontrar de todo, hasta petardos de cartón en forma de misiles, con mensajes que decían: “contra Israel”.

Al día siguiente, mientras nos preparábamos para otras visitas, llegó Sasha, con quien compartimos el desayuno. En un tono más serio que el habitual, nos pidió, ofreciéndonos pocas explicaciones, que abandonáramos Irán inmediatamente.  Existía el riesgo de que se iniciara una investigación en nuestra contra, por haber cruzado la frontera sin autorización, lo que podía significar un delito grave, si era asociado con el espionaje. Nos propuso que dejáramos Teherán sin llamar la atención, y así lo hicimos. Retiramos nuestro equipaje y el equipo, le dijimos al encargado de turno del hotel que volveríamos por la noche, que debíamos cubrir ese día una cobertura lejos de la ciudad. Ya habíamos dejado pagada la cuenta, incluso por cuatro días más.

Nos dirigimos sin tardanza al aeropuerto, deteniéndonos sólo para despedirnos de Sasha, con mucha tristeza. No faltaron las lágrimas, tantos momentos entrañables que habíamos vivido a su lado.

Tuvimos mucha suerte en el aeropuerto, al poder adelantar nuestro vuelo, aunque con un itinerario distinto. Desde Teherán llegamos a Frankfurt, Alemania, donde permanecimos un día, antes de abordar un vuelo hacia Buenos Aires, ciudad en la que nos quedamos durante dos días.   Allí nos reunimos con algunos familiares de Juan Carlos, mi colega y compañero de viaje. Nos agasajaron con un exquisito churrasco y nos invitaron un agradable y reparador vino. La tarde transcurrió en medio de la algarabía que supuso nuestro relato del viaje, tan abundante en anécdotas, muchas de ellas cómicas al contarlas ya fuera de peligro. Unas horas más tarde partimos hacia nuestra ciudad, simplemente La Paz.