Daniel Puertas

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Más allá del tibio y meramente declamativo apoyo a la posición argentina del gobierno de Barack Obama, lo cierto es que Washington vería una eventual derrota de los buitres como un fracaso propio, un signo alarmante más de una decadencia dolorosa y quizá inevitable.

Los fondos de inversión de riesgo definidos con exactitud como buitres son simples piratas al servicio del imperio que les concedió las patentes de corso. Su razón de ser es afianzar el dominio del imperio en el resto del mundo y procurarle las riquezas saqueadas al enemigo o, simplemente, a los más débiles.

No entender eso es no entender la historia.

Hoy los Estados Unidos, el imperio de la época, está a punto de ser superado por China como la primera economía del mundo, y cada vez son más las insinuaciones de reemplazar al dólar como la moneda de reserva internacional. Países sometidos hasta hace muy poco vienen dando sorprendentes muestras de autonomía, y ya piensan en sus propios intereses y no en los de la superpotencia, pecado hasta poco tiempo atrás duramente castigado.

América Latina es una de las regiones donde la autonomía prendió fuerte en la primera década del siglo. No casualmente fue en esa década donde consiguió crecer económicamente, algo inédito en su historia.

En los tiempos en que se había decretado el fin de la historia y el camino único, América Latina fue dejada de lado por Washington. La tecnología la hizo prescindible como proveedora de mano de obra barata y la magia de la especulación financiera hizo que la riqueza se midiera en cosas concretas y tangibles como metales, minerales o granos. El dinero engendraba dinero, vastas regiones del planeta dejaron de ser necesarias y entonces se las dejó libradas a su propia suerte.

Eran los continentes inviables, en lo que quizá algo hubieran tenido que ver los siglos de saqueos que sufrieron.

Sin embargo, los pobladores de esas tierras demostraron que si se los dejaba tranquilos se las podían arreglar con fortuna.

Una vez que el sueño de la riqueza infinita se convirtió en la pesadilla del estallido de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos y en la crisis financiera internacional, sumado al fracaso estremecedor de las aventuras bélicas de la república imperial en Irak y Afganistán, Washington miró de nuevo, aunque sea de reojo, hacia su patio trasero.

En ese contexto, un país gobernado por uno de esos denostados partidos "populistas" se atreve a desafiar a los corsarios favoritos del emperador, por si fuera poco después de haber dado muestras de escaparse de las redes del brazo financiero imperial, los organismos multilaterales de crédito.

Complicidades

El proyecto de ley anunciado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner puede merecer objeciones técnicas. Pero es indudable que en una pelea de esta índole es necesario apelar a todas las herramientas posibles para evitar la derrota, fundamentalmente porque esta puede sepultar por otra generación toda aspiración de crecimiento económico.

Para fijar una posición es imprescindible tener en cuenta el contexto, comprender las corrientes que hoy pugnan en el mundo, analizar todo lo que está en juego.

Lamentablemente, las reacciones en la dirigencia opositora al anuncio del Gobierno revelan que, en el mejor de los casos, no han comprendido nada de lo que está pasando por estos días en el planeta y en el peor que son cómplices de quienes hoy por hoy son los más peligrosos enemigos del país.

O, por lo menos, son los que lo están atacando ahora.

La ley neoyorquina, a la que muchos hoy creen imprescindible acatar, prohíbe que se compren títulos de deuda con el único objetivo de litigar contra ella. Los fondos buitre, por esas cosas que tiene la vida, han logrado sortear exitosamente esa valla legal sistemáticamente.

Y cuando litigan, desafiando la ley, obtienen fallos favorables de magistrados como Thomas Griesa. Tampoco está de más recordar que la ley de quiebras de Nueva York también prohíbe que un porcentaje minoritario de acreedores trabe una negociación aceptada por la mayoría, detalle tampoco tenido en cuenta en el caso argentino, un país soberano.

Sea en el clan, en la tribu o en un Estado nación, sus miembros siempre ponen por encima de todo los intereses de los suyos. De lo contrario serían considerados traidores y se arriesgarían a sufrir penas severísimas, aplicadas legalmente o no.

Los jueces neoyorquinos eso lo tienen claro. Incontables políticos argentinos no.