Daniel Puertas

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A diferencia de los promocionados casos de linchamientos, donde grupos de personas enfurecidas golpearon con saña a sospechosos, llegando incluso a matar, como ocurrió en Rosario, en todos los casos ocurridos en nuestra ciudad no hubo grandes despliegues de violencia y los espontáneos colaboradores de la Justicia se limitaron a reducir a los sospechosos y aguardar la llegada de la Policía.

Fuentes del Ministerio Público señalaron que no hay antecedentes de una seguidilla de casos de este tipo, donde hay quienes arriesguen así su integridad física para evitar un robo a un tercero o para capturar al ladrón.

Hasta ahora la actitud generalizada era "si no es con vos, no te metás" y siempre resultó muy difícil conseguir incluso testigos. "Todos decían que tenían miedo a las represalias. Por eso es asombrosa la solidaridad que se vio en estos días", indicó una fuente.

Días atrás un ladrón robó la batería de un camión, artefacto de dimensiones considerables y difícil de llevar, lo que llamó la atención de un vecino que pasaba en un vehículo. En ese preciso momento llegó el dueño del camión y el ratero huyó, pero el vecino lo persiguió en su vehículo, lo alcanzó y así consiguió que quedara a disposición de la Justicia.

Más riesgo corrieron los que capturaron al autor de un asalto que venía de purgar veinte años de prisión. El ladrón no se había preocupado mucho por no ser identificado, ya que cubría su cabeza con un sombrero con una pluma. Pero además tenía un arma cargada.

Otros de los que cayeron en manos de improvisados justicieros habían robado en casas.

El último y más difundido de los hechos es el que tuvo como víctimas al presidente del Centro de Almaceneros, Carlos Bianchi, y su hermano. En este caso, como se informó en su momento, hubo vecinos que hablaron de incendiar la casa donde se habían refugiado los asaltantes que golpearon a los Bianchi e incluso dispararon contra Carlos.

Finalmente no ocurrió nada, pero quedó flotando tanto la amenaza como la sensación de que crece el número de personas dispuestas a intervenir directamente en contra de quienes hacen menos tolerables sus días. En la casa que quizá estuvo en riesgo de ser reducida a cenizas estaba cumpliendo su prisión domiciliaria la joven de 19 años que mató a su padre de una puñalada.

El tratarse de una familia aparentemente disfuncional, donde los roles de víctima y victimario pueden ser intercambiables, y ser madre de una pequeña, llevaron a que la Justicia le concediera el beneficio de la prisión domiciliaria, ahora revocada por ser imputada como cómplice en el asalto a los Bianchi.

Pero el hogar de los Kysilka, donde se refugió Rodrigo Rozas y su cómplice, tenía mala fama en el barrio desde bastante tiempo atrás, lo que indudablemente contribuyó a que algún exaltado lanzara la idea de purificarla por el fuego.

Todos estos episodios parecen ser signos de movimientos y tendencias que se están insinuando en el seno de la sociedad, cuyo rumbo es todavía incierto. Por un lado, pareciera que la enorme difusión que tuvieron los linchamientos e intentos de linchamientos le han demostrado a la gente común que también tiene su fuerza y la puede utilizar.

Por el otro, esto conlleva el riesgo de olvidar que el monopolio de la fuerza es del Estado. Es perfectamente legal y correcto intervenir para impedir un delito y aprehender a un delincuente. Todos los casos ocurridos en Olavarría se encuadran en eso, afortunadamente.

Pero no es ni legal, ni moralmente aceptable, tomarse la potestad de castigar, lo que sería, exactamente, un linchamiento. Toda persona que haya cometido un delito tiene derecho a un juicio justo, por grave que haya sido la falta cometida.

Si ha crecido el número de olavarrienses dispuestos a comprometerse, a ser solidarios, esto es bienvenido. Es alentador el hecho de que en cada una de estas pequeñas historias no haya habido desbordes de violencia, pero no debe olvidarse que en todo suceso de esta índole hay una línea muy delgada que separa lo ilegal de lo ilegal, lo justificado de lo inadmisible.

Por lo pronto, en pocos días unas seis o siete personas comprobaron que no es tan fácil robar a cualquier hora en Olavarría. La mayor parte seguramente está libre, ya que los delitos fueron cometidos en grado de tentativa, precisamente por la intervención de los terceros no afectados, pero eso es secundario.

Una de las peores cosas que genera la sensación de inseguridad es el aislamiento de los individuos, que tienden a retraerse, a encerrarse para sentirse a salvo de un mundo que consideran cada vez más hostil. Esto dificulta la construcción de una identidad común, conspira contra los proyectos colectivos.

Por eso es una buena noticia que en Olavarría haya unos cuantos vecinos dispuestos a aportar lo suyo contra la inseguridad con compromiso y espíritu solidario.