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A 29 días de que la Justicia comience a develar el horror del centro clandestino de detención paradigmático de Olavarría, la muerte ha diezmado a víctimas, testigos e incluso represores que debían sentarse en el banquillo. Son 37 años los que pasaron: una vida entera. Muchos más años de los que tenían aquellos que fueron secuestrados, martirizados, desaparecidos o devueltos a esta vida para que ya nunca fueran los mismos. La huella física y psicológica del terror terminó con muchas vidas de víctimas y de familiares. Y en algunos casos, afectó gravemente su salud mental. No presenciarán el 22 de septiembre la llegada de la Justicia a sus costas Alfredo Pareja e Isabel Galbiatti (padres de José Alfredo Pareja), los ex detenidos desaparecidos Mario Méndez -y su esposa Graciela Cheli Llorente-, Ricardo Cassano, Néstor Lafitte, Guillermo Bagnola, un testigo clave como el ex policía Miguel Angel Fuhr. Y más. Entre las ausencias, la tragedia de Jorge Toledo, de cuya cercanía sólo queda quien era su novia por 1978 y que sigue asistiendo a reuniones a pesar de ser una mujer madura con otra vida transcurrida.

La aparición de Ana Libertad, la nieta de una de las dos fundadoras de Abuelas, es un síntoma de que la historia fue perdiendo demasiados trenes. Y llega tarde con el alivio, con la justicia. Licha de la Cuadra, la abuela que la buscó durante esos 37 años eternos, murió en 2008, a los 92. No le alcanzó la vida para apretarla contra su pecho. Para desmentir las palabras del cura Von Vernich al papá de Ana, ya secuestrado: “los hijos pagarán la culpa de sus padres”.

Nombres que fueron paradigma de la compleja lucha por preservar la memoria y alcanzar el castigo para los culpables, ya no están aquí. No esperarán en el andén la llegada de la Justicia, el 22 de septiembre. Nada podía vencerlos, pero lo hizo el tiempo, implacable.

Alfredo Pareja fue el padre imprentero de “Pepe” Pareja. El que investigaba en una gélida soledad el destino de su hijo, nunca dejó de cantar la ópera y generaba folletos denunciantes que repartía en las esquinas. Isabel Galbiatti fue la Madre de la Plaza en Olavarría. Juntos llevaron la foto de Pepe a todos los foros, a todas las plazas. Alfredo llegó con andador al Club Social donde se desarrollaron los Juicios por la Verdad. Hubo que subirlo por las escaleras entre varios: no había ascensores. Nadie había pensado en que los padres se ponen viejos y que treinta años atrás ya eran padres. El intendente interino, Julio Chango Alem, había negado el Concejo Deliberante para los juicios todavía sin justicia real. Tenía 88 años cuando volvió a relatar, con aquella voz fluyente ya sin volumen, el derrotero de la búsqueda desesperante de su hijo. Dos años después murió. Sin haber llegado a tocar a la Justicia. Ni con la punta de sus dedos. Isabel murió en diciembre de 2011. Quedó su pañuelo, abrazado a la foto de un hijo siempre en blanco y negro.

Mario y Cheli

Mario Elpidio Méndez fue uno de los cerca de veinte secuestrados ese 16 de septiembre de 1977. Soportó, como todos ellos, el suplicio inhumano y, sin saber por qué, fue visibilizado y no desaparecido para siempre como otros 28 militantes olavarrienses o con familia en la ciudad. Pocas veces hablaba de su tormento. Volvió a la política en el peronismo, fue concejal, líder, ejemplo para muchos y dejó una huella que pocos se animan a seguir. Investigó la suerte de sus compañeros y escribió el Informe de la Memoria tratado en el Concejo Deliberante con el desaire del eseverrismo y presentado dos años después de su muerte. Mario murió a los 50 años, el 14 de mayo de 2002. Murió por sobreviviente, por esa convicción suya de que estaba “de yapa”. Y su descuido por su propia vida lo estragó con un ACV.

Graciela Cheli Llorente fue su compañera. Cuando lo secuestraron, en 1977, se quedó sola en medio del terror y de sus 23 años. Lo esperó, lo visitó en todas las cárceles por donde pasó, soportó las requisas vejatorias, comenzó a sentir que los riñones funcionaban como viejas maquinarias. Cuando él volvió, lo siguió esperando, siempre. Tuvieron cinco hijos. Y él se murió sin que pudieran llegar a viejos como soñaron. Sus riñones no aguantaron más el 22 de diciembre de 2013.

Ninguno de los dos pudo ir a buscar a la Justicia al andén donde dicen que llegará.

Bagnola, Cassano, Lafitte

Guillermo Oscar Luján Bagnola había nacido en Ayacucho y estudiaba para Contador Público en Olavarría. Había vivido en la casa de la familia Valverde y no soportó nunca el accidente que se devoró las vidas del médico y su hijo. “Yo iba a ir con ellos y no fui”, repetía siempre. La noche de su secuestro estaba estudiando en la casa de uno de los ex detenidos desaparecidos. Y cayó sin saber por qué. Estuvo en Monte Peloni, fue salvajemente torturado y luego fue abandonado, solo y desnudo, atado a un árbol en el Parque Industrial. Jamás volvió a ser el mismo. El año pasado un infarto lo paralizó. Quedó aterrado. En febrero murió. Tenía 59 años. Su nombre todavía está en la lista de testigos a declarar en el juicio.

Ricardo Cassano intentó alejarse lo más posible de todo aquello que le recordara el horror. Se fue a vivir al sur y murió en 2009 en Villa la Angostura. Había participado un año antes de la apertura del Archivo de la Memoria en Olavarría. Para él tampoco hubo justicia.

Néstor Lafitte fue un dirigente histórico de la Jotapé y su militancia se dio fundamentalmente en el ámbito gremial. Nació en el campo, trabajó desde niño y sufrió la explotación. En Olavarría fundó el gremio de ladrilleros y se transformó en un referente del sindicalismo antiburocrático.

Después del golpe su casa fue allanada por el ejército pero no lo encontraron: estaba internado en Buenos Aires por un problema pulmonar crónico. Finalmente, después de maniobras perversas con su familia, el ejército logró llevárselo. Y aunque Ignacio Aníbal Verdura había asumido un “compromiso de buen trato” con sus padres, lo dejaron con parte del cuerpo paralizado por la picana y presa de la depresión. Uno de los cinco hijos de Lafitte murió por accidente durante su cautiverio. Volvió a la vida a medias, en 1982. Nunca pudo recuperarse y murió quince años después, en enero de 1998.

En el camino

Alcides Díaz jamás pudo ver de cerca a la justicia, después de décadas de persecución a las que también se sumó su secuestro en 1978 en manos de la policía de la provincia. Murió a los 91 años en 2013. Tampoco Omar Iturregui, sindicalista combativo, denunciado por la empresa donde trabajaba, detenido y torturado. Su corazón se detuvo cuando manejaba un remís. Tenía 63 años.

De los familiares quedan poquitos. Escasos. Algunos padres, ya abuelos añosos, sufriendo en su cuerpo tanto dolor y tanta injusticia.

Miguel Angel Fuhr fue policía y carpintero. Declaró ante el Juzgado Penal N° 2 de Azul el 26 de noviembre de 1984. Su testimonio era escalofriante y está citado en el Informe de la Memoria (aparece como M.A.F., para protegerlo). Murió sin poder asistir al juicio.

Francisco Aguilar murió. Y también Filiberto Salcerini, uno de los posibles nexos para la entrega de Ignacio Guido. No los tocará la Justicia. De los cinco represores a quienes se juzgará en septiembre sólo uno murió. Se trata de Juan Carlos Castignani, coronel retirado. Verdura, Horacio Leites, Omar Pájaro Ferreyra y Walter El Vikingo Grosse están vivos.

El Negro Toledo

Jorge Toledo (el Negro) estudiaba Ciencias Económicas en Olavarría y su militancia sólo se detuvo con la dictadura. Se recibió y se instaló en un estudio. De allí lo secuestraron en febrero de 1978; pasó por Monte Peloni, La Huerta, Sierra Chica, Azul y finalmente Caseros. Una de las sucursales más perfectas del infierno.

Las condiciones de detención le provocaron una profunda depresión. Caseros era un panóptico en el que los detenidos eran observados las 24 horas. No veían jamás el sol: la piel se volvía de un color verdoso y la falta de la luz natural destruía el equilibrio mental. No podían comunicarse, ni tomar mate ni reírse ni cantar. Lograron un sistema de mensajes a través del inodoro que les permitió saber que un compañero, Eduardo Schiavone, se había suicidado en 1980 desquiciado por siete años sin ver el sol.

A Toledo lo incitaron a matarse. Lo medicaban en las comidas “para aniquilarlo a través de una neurosis carcelaria”. Le administraban antidepresivos y se los quitaban súbitamente para que se descompensara todo el tiempo. Sus compañeros trataban de contenerlo a escondidas. Vivía lleno de angustia, encerrado aun en los horarios de recreo. Un día de 1982, se ahorcó en su celda. Esa noche, a las tres de la mañana, los carceleros les pasaron la Marcha Fúnebre por los altoparlantes. Su hermano adolescente se había suicidado pocos años antes. Su madre murió. Su padre lo sufrió hasta último momento, en el Hogar de Ancianos. Sólo queda quien era su novia en 1978. Una mujer que pudo armar otra vida, una familia, algún sueño. Pero que sigue yendo, de vez en cuando, a los encuentros donde se despunta la memoria.

Nunca hubo justicia para el Negro Toledo. Nunca la tuvo cerca. Ni la verá llegar este 22 de septiembre.

Como tantos otros que quedaron en el camino. Sin que esa barca esquiva encallara en sus costas.