Es posible un país con la política al servicio del pueblo
Por Yelka Maric. Concejal de La Paz.
En el municipio de La Paz cumplir con mi deber como fiscalizadora ha sido motivo de cuestionamientos y miradas de sospecha. Al verme ejercer mis responsabilidades con integridad y determinación, algunos se preguntan si soy parte de la bancada opositora, como si el simple hecho de cumplir la ley y exigir transparencia solo pudiera ser obra de quien tiene algún tipo de compromiso o interés partidario de la oposición. Este tipo de suposiciones reflejan lo profundamente deteriorada que está nuestra idiosincrasia política y social.
La corrupción, tanto moral como política, se ha enraizado de tal forma en el país que muchos bolivianos han llegado a aceptarla como parte de la vida diaria. Hemos permitido que las malas prácticas se conviertan en algo tan común, tan arraigado en el sistema que ya no causan indignación. Este proceso de normalización es uno de los síntomas más alarmantes del estado en el que nos encontramos. La gente se ha acostumbrado a que los políticos generen trabajo solo para sus amigos, acumulen riqueza para sus bolsillos, mientras los recursos públicos, que deberían ser destinados al bienestar común, se desvían para intereses personales o de pequeños círculos de poder.
Nos hemos resignado a la idea de que los fiscalizadores, en lugar de ser agentes de cambio y justicia, actúen como cómplices y encubridores de las irregularidades.
Es muy duro estar en mi posición. Desde el momento en que uno entra a la función pública, especialmente en el rol de fiscalizadora, se perciben energías de oscuridad, un ambiente cargado de negatividad y desconfianza. La corrupción es como una sombra que lo invade todo, creando un clima en el que es fácil caer en el cinismo y el desánimo. Sin embargo, no acepté este cargo para hacer amigos en el Órgano Ejecutivo ni para caer en la comodidad de la complicidad. Mi objetivo es cumplir con mi responsabilidad de manera íntegra sin importar las críticas o las presiones.
Estoy plenamente consciente de que al no plegarme a los intereses de los poderosos, mi nombre circula acompañado de epítetos y comentarios despectivos. No es de extrañar que algunos me vean como un obstáculo, como alguien que, por no alinearse con los intereses de ciertos grupos, debe ser desacreditado. Pero esas palabras no me afectan en lo más mínimo. Mi deber es con los paceños, con aquellos que esperan que alguien los represente con honestidad y compromiso, y no con quienes pretenden perpetuar un sistema corrupto y egoísta.
Lo más preocupante de todo es que este deterioro moral no es solo una cuestión individual o de un grupo específico de personas, sino que ha permeado a todas nuestras instituciones. El Ministerio Público, el poder judicial y algunos medios de comunicación, que en teoría deberían ser baluartes de justicia, equidad y verdad, han caído bajo la influencia de intereses políticos y económicos. Esto ha llevado a que el sistema de justicia, que debería ser imparcial y al servicio de la verdad, esté coludido con el poder político o con los intereses económicos más altos. Las denuncias de corrupción quedan estancadas, las investigaciones se desvanecen en el olvido y las decisiones judiciales tienden a favorecer siempre a quienes están en la cima del poder. La justicia, en lugar de ser ciega e imparcial, parece tener un ojo siempre puesto en aquellos que pueden ofrecer algo a cambio.
Algunos medios de comunicación que deberían actuar como el cuarto poder denunciando abusos y sirviendo como un contrapeso a los excesos del poder, terminan a menudo siendo cómplices silenciosos de esta corrupción. En lugar de informar con objetividad y transparencia, algunos medios han optado por alinearse con agendas políticas o económicas, distorsionando la realidad y moldeando la opinión pública según los intereses de unos pocos. Este es uno de los factores más peligrosos, ya que la manipulación de la información afecta directamente la capacidad de la sociedad para tomar decisiones informadas y para exigir justicia.
Pero este no es un fenómeno que surge de la nada. Ha sido un proceso gradual, una erosión lenta pero constante de los valores y principios que alguna vez definieron lo que debería ser el servicio público. En lugar de ser una vocación, el ejercicio de la política se ha convertido en un medio para alcanzar fines personales o de pequeños grupos. Esta degeneración ha creado un sistema en el que los políticos ya no son vistos como servidores del pueblo, sino como oportunistas que buscan el poder para su propio beneficio.
Nos hemos acostumbrado tanto a esta realidad que muchos bolivianos ya no se sorprenden ni se indignan ante los actos de corrupción. Este es el mayor triunfo de los corruptos: la normalización de su comportamiento. Han logrado que la gente acepte que la política es sinónimo de corrupción, que las instituciones están al servicio de los poderosos y que la justicia es solo para quienes pueden pagarla. Esto no solo debilita la confianza en el sistema, sino que perpetúa el ciclo de impunidad y corrupción que ha marcado nuestra historia reciente.
El costo de esta corrupción no es solo económico, aunque el desvío de fondos públicos y el enriquecimiento ilícito son problemas graves que afectan el desarrollo del país. El verdadero costo es moral y social. Hemos perdido la fe en nuestras instituciones, en nuestros líderes y, lo más peligroso de todo, en nosotros mismos como sociedad. La resignación se ha convertido en una respuesta común ante las injusticias, y esto es algo que no podemos permitir.
Es momento de que la sociedad boliviana despierte de esta apatía. No podemos seguir permitiendo que la corrupción y la mediocridad definan nuestro presente y nuestro futuro. Debemos exigir más de nuestros líderes, de nuestras instituciones y de nosotros mismos. El cambio no vendrá de la mano de aquellos que se benefician del sistema actual; el cambio solo vendrá si nosotros, como ciudadanos, comenzamos a exigir responsabilidad, transparencia y justicia.
El camino no será fácil. La lucha contra la corrupción es ardua y está llena de obstáculos. Aquellos que están cómodos en el sistema actual no cederán fácilmente, y las fuerzas que se oponen a la transparencia y la justicia son poderosas. Sin embargo, debemos recordar que la integridad y el compromiso con el bien común son más fuertes que cualquier interés personal o económico.
Es necesario que recuperemos la confianza en que un cambio es posible, en que podemos construir un país donde la política y la moral estén al servicio del pueblo y no de unos pocos privilegiados. Solo así podremos comenzar a sanar la profunda herida que la corrupción ha dejado en el corazón de Bolivia.