Silvana Melo

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Las estadísticas son la herramienta básica para la elaboración de políticas públicas que mejoren la vida de los pueblos. Gobernar sin estadísticas es como conducir con los ojos vendados. Hacerlo con estadísticas falsas promueve el abandono, la exclusión de un sector de la población, la negación de un problema (o varios) y la dirección de esas políticas hacia un sector equivocado. O sensiblemente menor de lo que es en la realidad. La intervención del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) en enero de 2007 (cuando la ministra de Economía era Felisa Miceli) introdujo en la política institucional una figura nueva: era posible manipular las estadísticas. Y también destruir -con la certeza de que llevaría décadas recobrarla- la credibilidad en los números que se conocieran de allí en más a través del Indec. Ninguna de las explicaciones oficiales fueron convincentes como para justificar haber metido mano en un organismo que se mantenía al margen de toda jugada político-partidaria. El resultado es patético: pobres que se cuentan desde los 2 millones a los 15,5 millones (según quién los mida), aprovechamiento político de las consultoras (que siempre trabajan para alguien) y políticas públicas dirigidas a apenas un recorte de la realidad.

Dos millones de personas entran en el paquete de los pobres que cuenta el Indec: un 4,7 %. El Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (muy emparentada con Jorge Bergoglio, el actual papa Francisco) llega a contar 11.600.000 (un 27,5% en el cuarto trimestre de 2013). El Instituto de Pensamiento y Políticas Públicas (IPyPP) de Claudio Lozano los dispara a 15,5 millones (36,5%). Pero ahora apareció la CTA oficial (con Hugo Yasky a la cabeza) con la pretensión, indudablemente, de acercar los números a una mínima coherencia: habla de una pobreza del 18,2 % de la población, lo que equivale a 7.700.000 personas. Cuatro veces mayor que la última calculada por el Indec. Un poco más de la mitad de la que calculó el IPyPP de Claudio Lozano.

Entre los dos extremos hay 13,5 millones de personas que oscilan entre la pobreza y la no pobreza. Caprichosamente contados, de acuerdo con el interés de quien los cuente. Desde el oficialismo, donde las estadísticas se convirtieron en una cáscara vacía y bizarra hasta que hubo un virtual sinceramiento en los primeros meses de 2013 y un ocultamiento de los números de pobreza e indigencia porque "existen severas carencias metodológicas" (sic) para exhibir cierta coherencia con los números de inflación confesados (una fábrica serial de pobres) y las mediciones de Necesidades Básicas Insatisfechas (NBI). Desde la Universidad Católica de Puerto Madero, desde donde habla un sector de poder bien determinado. Desde el IPyPP de Claudio Lozano, ya con mínima representatividad al haber quedado fuera de todos los frentes de centro izquierda. Y desde la CTA de Yasky, que suele ser la voz del oficialismo en cosas que prefieren no poner en boca de la Presidenta ni de sus ministros.

Para la Universidad Católica, los indigentes (aquellos que pasan hambre y frío y carecen de vivienda digna) son 2,3 millones de personas (el 5,5%). Según la CTA oficialista, en el cuarto trimestre de 2013 el 4,4% de los argentinos calificaban como indigentes: 1.760.000. Para el Indec, son apenas 600.000 (el 1,4%).

Cada cálculo responde a una construcción política. De derecha, de centro (¿?), de más o menos izquierda. Con calculadoras sin pilas, con los dedos de la mano, como se cuentan ovejas para dormir.

Todos reaccionan de acuerdo con sus espacios de pertenencia: Elisa Carrió (quien ya hace tiempo dejó de preocuparse por los desaparecidos de la dictadura) denunció penalmente a CFK y funcionarios del Indec por "la desaparición social de los argentinos que viven en la pobreza". Un show propio del personaje. El secretario general de la Presidencia, Oscar Parrilli, se quejó de "la vocación por los pobres que tienen algunos que viven en Puerto Madero, Barrio Norte o Nordelta". No hay funcionarios que vivan en Lugano o en las fronteras con la Villa 20, intoxicándose con el óxido y el mercurio del viejo cementerio de autos. Jorge Capitanich tuvo que soportar una exhibición de picardía del radical Ernesto Sanz (el mismo que criticaba la Asignación por Hijo porque las mamás se la gastaban en el bingo), quien le preguntó cuántos legisladores había en el recinto y qué hora era, antes de interrogarlo sobre las cifras de pobreza. Ante el tartamudeo del Jefe de Gabinete, cerró: "Esas cosas se contestan como la hora".

Mientras tanto, nadie sabe cuántos pobres hay. Reducidos a cifras en gráficos de barras, a cabezas como en los informes del Mercado de Liniers, a números que se dibujan como mejor guste, sin cara, sin historias, sin vida. Enguetados en el afuera social, como el patio de atrás que desaparece al cierre de un portón.